martes, 23 de diciembre de 2008

++ y + Ballard

El aeródromo abandonado

Imaginando la respuesta, Jim bajó de la terraza. Corrió por el césped hasta más allá de las escardadoras, lanzando el avión por encima de sus cabezas. Las mujeres no le hicieron caso; siguieron cortando la hierba con sus cuchillos, pero Jim siempre sentía un leve estremecimiento de horror cuando se acercaba demasiado. Podía imaginar lo que ocurriría si se desvanecía delante de ellas.

En el ángulo sudoeste del terreno estaba la antena de radio del doctor Lockwood. Los tensores habían desplazado una parte de la cerca de madera, y Jim pasó por la abertura a un campo inculto. En el centro, entre la caña de azúcar silvestre, había un túmulo sepulcral, y los ataúdes podridos sobresalían de la tierra suelta como los cajones de una cómoda.



Jim echó a andar a través del campo. Cuando pasó junto al túmulo se detuvo a mirar los ataúdes sin tapa. Los esqueletos amarillentos estaban envueltos en el lodo arrastrado por las lluvias, como si esos pobres campesinos hubiesen sido amortajados en lechos de seda. Una vez más asombró a Jim el contraste entre los cuerpos impersonales de los nuevos muertos, que veía todos los días en Shanghai, y esos esqueletos entibiados por el sol, cada uno un individuo. Le intrigaban las calaveras, de dientes torcidos y cuencas de mirada oblicua. En muchos sentidos, los esqueletos estaban más vivos que los campesinos que por breve tiempo habían arrendado esos huesos. Jim se tocó el mentón y las mejillas, tratando de imaginar su propio esqueleto al sol, descansando en la paz de ese campo, a la vista del aeródromo desierto.

Abandonando el montículo sepulcral y su familia de huesos, Jim atravesó el terreno hasta una hilera de álamos agostados. Subió por unos bastos escalones de madera a un arrozal seco. A la sombra del cerco yacía el coriáceo cadáver de un búfalo de agua. Pero no había nadie más en el paisaje desierto, como si todos los chinos de la cuenca del Yangtsé hubiesen abandonado el campo para refugiarse en Shanghai.

Sosteniendo el modelo de madera de balsa por encima de la cabeza, Jim corrió por el arrozal hasta un edificio de hierro situado en un terreno más alto, a unos cien metros hacia el oeste. Los restos de un camino de cemento, cubiertos de ortigas y cañas de azúcar, pasaban junto a una ruinosa caseta y llegaban a un mar abierto de hierba salvaje.

Era el aeródromo de Hungjao, un sitio mágico para Jim, donde el aire llevaba excitaciones y sueños. Allí estaba el hangar de metal galvanizado; poco más quedaba de ese aeródromo militar desde donde los cazas chinos habían atacado a las columnas japonesas de infantería que avanzaban sobre Shanghai en 1937. Jim entró en las hierbas altas hasta la cintura. Como el agua del mar en Tsingtao, debajo de la superficie cálida había un mundo fresco movido por corrientes misteriosas. El vivo viento de diciembre agitaba la hierba, como si las hélices de unos aviones invisibles dibujaran torbellinos alrededor. Escuchando atentamente Jim casi podía oír el ruido de los motores.

Jim lanzó al aire el aeromodelo. Ya estaba aburrido de ese pequeño planeador. Allí donde estaba jugando, los pilotos chinos y japoneses, en traje de vuelo, se ajustaban las antiparras antes de despegar para el ataque. Jim vadeó las hierbas más altas, que le llegaban a los hombros. Miles de tallos se arremolinaban en torno de los pantalones de pana y la camisa de seda, como si intentaran identificar a ese aviador en miniatura.

Un simple zanjón era el límite sur del aeródromo. Entre las ortigas asomaba el fuselaje de un caza japonés monomotor, quizá derribado cuando trataba de aterrizar en la pista de hierba. Le habían quitado las alas, la hélice y la cola, pero la cabina estaba intacta, el metal herrumbrado del asiento y los mandos descoloridos por la lluvia. Por las cubiertas plegadas del radiador Jim podía ver los cilindros del motor que había impulsado a ese avión y a su piloto por el cielo. El metal, en un tiempo bruñido, era ahora oscuro y áspero como piedra pómez, como los cascos de los submarinos oxidados amarrados en la caleta del Tsingtao, debajo de las fortificaciones alemanas. Pero a pesar de la herrumbre, ese caza japonés pertenecía todavía al cielo. Durante meses Jim había pensado en cómo podría convencer a su padre de que lo llevara a la Avenida Amherst. Por la noche podría tenerlo junto a la cama, iluminada por los noticiarios que se le encendían en la cabeza.
Jim apoyó su modelo de madera de balsa en la cubierta del motor, trepó sobre el parabrisas y se dejó caer en el asiento metálico. Sin el paracaídas que era el cojín del piloto, Jim estaba sentado sobre el suelo de la cabina, en una caverna de metal oxidado. Miró los botones de los instrumentos con ideogramas japoneses, los timones, la palanca del tren de aterrizaje. Debajo del panel de instrumentos podía ver las aberturas para las ametralladoras y el mecanismo sincronizador conectado con el eje de la hélice. Una atmósfera poderosa se cernía sobre la cabina, la única nostalgia que Jim había conocido nunca, la memoria intacta del piloto que había estado ante esos mandos. ¿Donde estaba ahora el piloto? Jim pretendió manipular los controles, como si esa acción simpática pudiera evocar el espíritu del aviador muerto mucho antes.

Había una cinta metálica con una columna de caracteres japoneses clavada al tablero, debajo de uno de los cuadrantes empañados; una lista de presiones del colector o de ángulos de inclinación. Jim la desprendió de los carcomidos bulones, se puso de pie y Ia guardó en el bolsillo de sus pantalones de pana. Trepó fuera de la cabina y pasó a la cubierta del motor. Los brazos y hombros se le estremecían por las confusas emociones que invariablemente ese avión en ruinas desencadenaba en él. Exaltado, lanzó al aire el aeromodelo.
Atrapado por el viento, el planeador se elevó velozmente sobre el perímetro del campo de aterrizaje. Resbaló sobre una antigua casamata de cemento y cayó más allá, en la hierba. Impresionado por este rápido vuelo, Jim saltó del avión y corrió hacia la casamata con los brazos extendidos como si ametrallara a los insectos alados.
—Ta-ta-ta-ta-ta... Vera-Vera-Vera...

Del otro lado del zanjón había un viejo campo de batalla de 1937. Allí, una vez más, los ejércitos chinos habían intentado en vano contener el avance japonés sobre Shanghai. La ruinosas trincheras se extendían en zigzagues; una derrumbada pared de tierra unía un grupo de túmulos en el cauce de un canal en desuso. Jim recordó que había visitado Hungjao con sus padres en 1937, pocos días después de la batalla. Grupos de europeos y americanos iban allí desde Shanghai y detenían sus coches en los caminos rurales cubiertos de cápsulas de balas. Las señoras con sus vestidos de seda y los hombres en traje gris paseaban entre los escombros de la guerra, ordenados para ellos por una escuadrilla de demolición. A Jim el campo de batalla le pareció sobre todo un basural peligroso; dispersas al borde del camino había cajas de municiones y granadas en serie; rifles apilados como cerillas y piezas de artillería todavía uncidas a cadáveres de caballos. Las correas de munición de las ametralladoras corrían por el césped como pieles descartadas de serpientes barrocas pero ponzoñosas. Alrededor estaban los cuerpos de los soldados chinos muertos. Cubrían las márgenes de los caminos y flotaban en los canales, apretujándose en torno de los pilares de los puentes. En las trincheras, entre los túmulos, cientos de soldados muertos permanecían sentados, con la cabeza apoyada sobre la tierra removida como si se hubieran dormido juntos, sumidos en un profundo sueño de guerra.


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