La justicia naZional
La verdad que el tratamiento que da hoy Gobierno 12 al tema del intento de liberación de los represores es muy interesante. Mas allá de "quién" presenta la información, vale la pena leer una serie de artículos plagados de muy buena data...
LOS ARTICULOS DEL CAMARISTA SUBROGANTE GUILLERMO YACOBUCCI EN LA REVISTA CABILDO
Cosa de coherencia a lo largo de los años
Fue uno de los dos que votaron la liberación de Astiz, el Tigre Acosta y otros veinte represores. Fue en 1977 y 1978, cuando él era un joven que hacía carrera en Tribunales y Cabildo era el house organ de la represión.
Por Mario Wainfeld
Sus devotos lectores, pocos pero fanáticos, tenían sobrados motivos para esperar la revista Cabildo de agosto de 1977. El mensuario reaparecía tras dos meses de ausencia. La edición de junio había sido secuestrada por orden de la dictadura que, además, sancionó a la publicación prohibiendo su salida en julio. La reacción tenía que ver con una interna de las propias Fuerzas Armadas dictatoriales. Cabildo expresaba a (y recibía data confidencial de) un ala de los represores, encarnada, entre otros, en los generales Acdel Edgardo Vilas y Rodolfo Mujica y el comisario Ramón Camps. Enfrentaba con el furor propio de las internas a compañeros de armas que juzgaba “liberales”, les atribuía complicidades con la guerrilla, el judaísmo y otras bestias negras. José Alfredo Martínez de Hoz estaba en el banquillo de los acusados, Alejandro Agustín Lanusse ya había sido condenado. Algunos desbordes de esa doctrina colmaron la paciencia de la Junta Militar, que le aplicó una sanción piadosa, para los cánones de época.
En agosto Cabildo volvió con todo. Su tapa se floreaba con uno de sus tópicos favoritos: mostraba a Lanusse saludando a David Graiver, acariciándole la cara por más detalle. En el editorial el director Ricardo Curutchet no lagrimeaba por el cierre: “creemos (...) que el gobierno debe actuar sintiéndose asistido por facultades discrecionales, sin complejo alguno de comportarse institucionalmente como una Dictadura”. Sí se quejaba porque Cabildo había quedado entre dos fuegos “el gobierno que la cerró y el poder judío”. Contra éste embestía sin ambages, con la prosa macarrónica propia de la derecha nacionalista vernácula.
Acdel Vilas colaboraba con una nota larga, dedicada a una obsesión de los genocidas: la subversión cultural. Con dotes premonitorias notables, el genocida anticipaba argumentos que enunció Emilio Massera en el juicio a las Juntas, replicados ante decenas de estrados judiciales: guay de ganar la guerra y perder la batalla cultural.
Menos pimpante pero congruente con el contexto, la nota de apertura de la sección internacional se interesaba por la situación en España, durante la naciente restauración democrática. “Cocineros antes que frailes” se titulaba el artículo. Aludía, como hizo Antonio Machado, a dos Españas pero vistas del otro lado. Según el autor, de pluma generosa en casticismos y en palabras tonantes, los cocineros representaban el espíritu de la República y estaban volviendo. Los frailes eran, por oposición, “los grandes arquetipos de la raza”. La praxis del rey (con minúsculas siempre), “el Borbón”, era lapidada con minucia. Pero no sólo Juan Carlos estaba en entredicho, también sus súbditos. “El pueblo español no quiere hoy a los frailes, se ha quedado con los cocineros”, plañía el columnista para luego enardecerse: “ha preferido los derechos humanos de los guerrilleros al derecho insobornable de la Patria, optó por la fastidiosa palabrería de los políticos, entregando la serena palabra de los jueces, cambió la humilde justicia de la verdad por la amnistía de los asesinos, los tribunales económicos por la usura, la soberanía nacional por la soberanía popular”. La catilinaria antidemocrática apelaba en su crescendo al clasicismo hispano: “En fin, prefirió el fondo de las alforjas de Sancho a la punta de lanza del Quijote”.
La nota, de una página, nada decía sobre las eventuales comparaciones con la Argentina, tal vez porque caían de su peso.
El autor de la nota firmaba G.J.Y. Son las iniciales de Guillermo Jorge Yacobucci, uno de los dos camaristas subrogantes de Casación que decidieron la libertad de una pléyade de represores, incluidos Alfredo Astiz y Jorge Acosta, el Tigre.
Tertulias
Cabildo no tenía estructura legal en regla. Decía que la empresa era una SRL “en formación”, un rebusque convencional en publicaciones pequeñas. Disponía también de un sello de goma, el Centro de Estudios Nuestra Señora de la Merced. Bajo ese paraguas solían celebrarse las reuniones de debate político y de preparación de la revista, en una vieja casa ubicada en el tercer piso de Talcahuano 893. La construcción era noble, grandes los ambientes, en los encuentros podían juntarse entre 50 y 100 personas.
Llevaban la voz cantante Curutchet, Juan Carlos Monedero (un militante del derechista Sindicato Universitario de Derecho, a cuyo adecuado apellido debían hacerse los cheques por las suscripciones), Antonio Caponetto (el actual director de Cabildo). Varios sacerdotes ultramontanos, entre ellos autoridades de colegios confesionales, eran de la partida. Según contaron a este diario testigos presenciales, cuya identidad se reserva, Yacobucci participó en varias de esas tertulias, en un rol iniciático y promisorio. Las tenidas se realizaban para discutir “de política” o del sumario de la revista. También había intercambios con cofrades de otras latitudes. Los falangistas españoles, atribulados tras la muerte de Francisco Franco, eran invitados de honor. El ex presidente Roberto Marcelo Levingston participó en uno de esos homenajes. Yacobucci también fue de la partida. Era joven, había nacido en 1956, la cúpula de Cabildo le proyectaba un porvenir brillante.
Los informantes saben que firmaba las notas con iniciales porque, estudiante aún, aspiraba a hacer carrera en el Poder Judicial. Y las internas dictatoriales que mencionamos en el primer párrafo motivaban que él mismo y sus mentores eligieran el módico enmascaramiento en prevención de potenciales represalias.
Obras completas
G.J.Y volvió a escribir en Cabildo un año después, en agosto de 1978. En términos periodísticos, ascendió. Su columna, titulada “Un canto para la Argentina Austral”, comentaba el tema de tapa, que era la escalada bélica con Chile. La revista propiciaba la guerra, G. J. Y. le agregaba condimento a la postura editorial. Con la proverbial pulsión tanática del nazionalismo convocaba a morir por la Patria. El argumento era moral pero también rozaba una curiosa interpretación jurídica: “Nada más irrevocable que la posesión adquirida a costa de la sangre”, estipulaba. Y oponía esos títulos rojos a la chatura de los documentos. “¿Qué papel con negros párrafos y largos articulados podrá oponerse al sacrificio de quienes se han inmolado en acto supremo de generosidad por la integridad territorial?” El sistema internacional cedía ante la densidad legal de los muertos en combate: “No existe Organización, Sociedad o Pacto en el mundo capaz de hacer retroceder a los muertos del campo conquistado con su vida”. Como en todas las citas de esta nota las mayúsculas son responsabilidad estricta del autor de los originales.
Era una versión institucional pintoresca, algo traída para un hombre de leyes que iba terminando su carrera de abogado en la Universidad de Buenos Aires, donde se recibió en 1980.
Guillermo Yacobucci ascendió peldaño a peldaño en Tribunales, integra por derecho propio la “familia judicial”, según sus recibos de haberes tiene 34 años de antigüedad. También hizo méritos académicos. Su currículo expone numerosas obras publicadas, solo y en colaboración, casi todas de derecho penal. Tiene reputación de hombre de derechas y de juez con versación jurídica superior a la media. Dirige el Departamento de Derecho Penal de la Universidad Austral, estrechamente ligada al Opus Dei.
Llegó como subrogante a la Cámara Federal de Casación, eligió la mitad de la biblioteca que favorecía la libertad de Astiz y del Tigre. En un caso polémico, abierto a interpretaciones dispares, optó por la más favorable a los terroristas de Estado, beneficiándolos por la desidia de los magistrados. La decisión judicial no es un proceso puramente deductivo, contiene opciones valorativas y políticas.
El lunes pasado, el casador interino Yacobucci asumió que los juicios sobre el terrorismo de Estado se dilatan porque “la Justicia no marcha a un ritmo deseable”. Y, en parcas declaraciones a los medios, defendió el fallo.
Eso sí, dejó sentado que los crímenes de lesa humanidad le causan “repugnancia visceral”.
En otros tiempos, por lo visto, pensaba diferente.
Nazionalismo del más añejo
Nostálgica de cuando tenía influencia y hasta algún poder, la ahora marginal revista se mantiene firme en eso de confundir coherencia con obsesiones. Un vistazo a la historia y la actualidad de Cabildo.
Por Sergio Kiernan
La revista Cabildo es una de las criaturas más excéntricas de la derecha nacionalista argentina. Pernóstica, malamente escrita, obsesiva en inventarse enemigos, es sin embargo representativa de una vena subterránea que no tiene miedo al ridículo y sigue ahí: es la revista más antigua de ese palo.
Cabildo aparece y desaparece tanto que los radicales tenían el chiste de que sabían que iban a ganar las elecciones porque la estaban relanzando. La primera edición vio los kioscos el 17 de mayo de 1973, justo a tiempo para escandalizarse con Cámpora y despuntar una vieja fantasía del nacionalismo católico, la del complot masónico-liberal-sionista para entregar el país al comunismo internacional.
Este tipo de cosas es un artículo de fe entre los nacionalistas católicos de derecha. En 1973, lo que pasaba era que Alejandro Agustín Lanusse había aceptado llamar a elecciones por ser un criptoliberal, un masón y un sirviente de la Trilateral, el nuevo nombre del Kahal de Hugo Wast. Sólo esto explicaba que traicionara la “revolución” de esos católicos ilustres que fueron Juan Carlos Onganía y Marcelo Levingston, invitado de Cabildo en sus reuniones políticas. Curiosamente, el maoísmo había llegado a la misma conclusión y acusaba a Lanusse de ser un agente del comunismo soviético, que definía como el “verdadero dueño” de Argentina gracias a testaferros que posaban de millonarios conservadores, como Adalberto Krieger Vasena.
Para Cabildo, entonces, el pase de mando de Lanusse a Cámpora fue la misma entrega de Argentina a la subversión judía, cosa explícitamente dicha en esos tiempos felices en que no había ley antidiscriminatoria. La revista, junto a casi todo el nacionalismo, respiró aliviada con la aparición de Lastiri y la llegada de Perón al poder, el mismo año, y con el nombramiento de gente de confianza como Alberto Ottalagano y Oscar Ivanissevich en las áreas culturales y educativas del Estado. Así empezó la “limpieza”.
El golpe de 1976 fue simplemente la oportunidad de volver a sentirse en el poder para muchos del sector nacionalista, cosa que no ocurría realmente desde hacía años. Cabildo hasta se dio el gusto de jugar en las internas militares, apoyando a los “nacionalistas” frente a los “liberales”. Este azules versus colorados tardío le valió un chas chas en la colita y la revista fue retirada de kioscos y clausurada por un mes, cosa que todavía recuerdan como una epopeya heroica.
No extraña que Cabildo coincidiera ideológicamente con lo más feroz de la represión y tuviera de columnista al general Adel Vilas, un militar “pensante” capaz de leer los libros de Salvador Borrego y de escribir sobre los peligros de la subversión cultural triunfante. Este argumento resultó de larga vida y fue usado por varios militares al ser juzgados por sus atrocidades. Es así: la subversión existe y es corrosiva; usted no se da cuenta porque ya fue cooptado; los terroristas no ganaron la batalla militar, pero al convencerlo a usted de que somos malos ganaron la batalla cultural. O como decía Cosme Béccar Varela con más elegancia, “usted ya es un comunista, sólo que no se da cuenta”.
Hojear las Cabildo de los setenta permite descubrir también de dónde viene la obsesión del grupo por el Conicet. Resulta que la “cueva de terroristas” fue “limpiada” por Ottalagano, que se le entregó a gente más confiable. Varios nazis, nacionalistas y católicos falangistas con título universitario, se transformaron en investigadores rentados. Una de las tantas razones del odio desmesurado que le tiene la revista a Raúl Alfonsín fue que su gobierno terminó con esos contratos.
El staff de Cabildo muestra continuidades notables. El director fue Ricardo Curutchet hasta su muerte, acompañado de Juan Carlos Monedero como secretario de redacción y tesorero. Entre los colaboradores se puede ver, ya hace treinta años, a Antonio Caponnetto, actual director, y a plumas como el médico Hugo Esteva, profesor de cirugía en la UBA y colaborador en publicaciones afines como Patria Argentina. Ya en los setenta, Caponnetto había desarrollado el estilo farragoso y estentóreo que lo sigue destacando, y ya mostraba síntomas de la logorrea que lo impulsa a prologar cuanto libro le ponen delante. No es su culpa, en realidad, ya que sigue el estilo vueltero y lleno de exclamaciones de Curutchet.
Los veinticinco años de democracia que acabamos de cumplir no fueron gratos para Cabildo. Como el nacionalismo reaccionario, elitista y chupacirios es químicamente piantavotos –acerada definición del Perón de 1946–, sólo mojaban cuando gobernaban por la fuerza las minorías a las que influían. Así fue en 1943 y 1955, y así fue en 1966 y 1976. El sector llega a este nuevo milenio en un estado de marginalidad completa, sin la influencia cultural a la que se habían acostumbrado y pasados por derecha por otros sectores. Sólo les queda algún militar, juez o párroco, que trata de que no se noten sus convicciones.
Un síntoma de esta marginalidad es el nuevo slogan de Cabildo, “alguien tiene que decir la verdad”, y su creciente concentración en actividades más religiosas que políticas. El único ambiente donde el nacionalismo católico juega de local es ese arrabal de la Iglesia que sueña con cruzadas de limpieza y piensa que con Franco estábamos mejor. Esto explica que los nuevos héroes de Cabildo sean obispos militarizados como Antonio Baseotto y sus actos de desafío al “régimen” consistan en misas en Luján o ataques a artistas como León Ferrari.
Y también explica el vueltero hispanismo de la prosa cabildesca, donde los colaboradores firman sus notas desde “San Luis de la Punta de los Venados” o desde el “Fuerte de San Felipe de Montevideo”, escriben de tú o arman diálogos platónicos, como Aníbal D’Angelo Rodríguez, editor de cultura, sobrino de Ivannisevich y racista que se llevó racismo a marzo. Son todas muestras de senectud y marginalidad de una revista –de un sector– que supo bajar línea y ser escuchado.
LOS ARTICULOS DEL CAMARISTA SUBROGANTE GUILLERMO YACOBUCCI EN LA REVISTA CABILDO
Cosa de coherencia a lo largo de los años
Fue uno de los dos que votaron la liberación de Astiz, el Tigre Acosta y otros veinte represores. Fue en 1977 y 1978, cuando él era un joven que hacía carrera en Tribunales y Cabildo era el house organ de la represión.
Por Mario Wainfeld
Sus devotos lectores, pocos pero fanáticos, tenían sobrados motivos para esperar la revista Cabildo de agosto de 1977. El mensuario reaparecía tras dos meses de ausencia. La edición de junio había sido secuestrada por orden de la dictadura que, además, sancionó a la publicación prohibiendo su salida en julio. La reacción tenía que ver con una interna de las propias Fuerzas Armadas dictatoriales. Cabildo expresaba a (y recibía data confidencial de) un ala de los represores, encarnada, entre otros, en los generales Acdel Edgardo Vilas y Rodolfo Mujica y el comisario Ramón Camps. Enfrentaba con el furor propio de las internas a compañeros de armas que juzgaba “liberales”, les atribuía complicidades con la guerrilla, el judaísmo y otras bestias negras. José Alfredo Martínez de Hoz estaba en el banquillo de los acusados, Alejandro Agustín Lanusse ya había sido condenado. Algunos desbordes de esa doctrina colmaron la paciencia de la Junta Militar, que le aplicó una sanción piadosa, para los cánones de época.
En agosto Cabildo volvió con todo. Su tapa se floreaba con uno de sus tópicos favoritos: mostraba a Lanusse saludando a David Graiver, acariciándole la cara por más detalle. En el editorial el director Ricardo Curutchet no lagrimeaba por el cierre: “creemos (...) que el gobierno debe actuar sintiéndose asistido por facultades discrecionales, sin complejo alguno de comportarse institucionalmente como una Dictadura”. Sí se quejaba porque Cabildo había quedado entre dos fuegos “el gobierno que la cerró y el poder judío”. Contra éste embestía sin ambages, con la prosa macarrónica propia de la derecha nacionalista vernácula.
Acdel Vilas colaboraba con una nota larga, dedicada a una obsesión de los genocidas: la subversión cultural. Con dotes premonitorias notables, el genocida anticipaba argumentos que enunció Emilio Massera en el juicio a las Juntas, replicados ante decenas de estrados judiciales: guay de ganar la guerra y perder la batalla cultural.
Menos pimpante pero congruente con el contexto, la nota de apertura de la sección internacional se interesaba por la situación en España, durante la naciente restauración democrática. “Cocineros antes que frailes” se titulaba el artículo. Aludía, como hizo Antonio Machado, a dos Españas pero vistas del otro lado. Según el autor, de pluma generosa en casticismos y en palabras tonantes, los cocineros representaban el espíritu de la República y estaban volviendo. Los frailes eran, por oposición, “los grandes arquetipos de la raza”. La praxis del rey (con minúsculas siempre), “el Borbón”, era lapidada con minucia. Pero no sólo Juan Carlos estaba en entredicho, también sus súbditos. “El pueblo español no quiere hoy a los frailes, se ha quedado con los cocineros”, plañía el columnista para luego enardecerse: “ha preferido los derechos humanos de los guerrilleros al derecho insobornable de la Patria, optó por la fastidiosa palabrería de los políticos, entregando la serena palabra de los jueces, cambió la humilde justicia de la verdad por la amnistía de los asesinos, los tribunales económicos por la usura, la soberanía nacional por la soberanía popular”. La catilinaria antidemocrática apelaba en su crescendo al clasicismo hispano: “En fin, prefirió el fondo de las alforjas de Sancho a la punta de lanza del Quijote”.
La nota, de una página, nada decía sobre las eventuales comparaciones con la Argentina, tal vez porque caían de su peso.
El autor de la nota firmaba G.J.Y. Son las iniciales de Guillermo Jorge Yacobucci, uno de los dos camaristas subrogantes de Casación que decidieron la libertad de una pléyade de represores, incluidos Alfredo Astiz y Jorge Acosta, el Tigre.
Tertulias
Cabildo no tenía estructura legal en regla. Decía que la empresa era una SRL “en formación”, un rebusque convencional en publicaciones pequeñas. Disponía también de un sello de goma, el Centro de Estudios Nuestra Señora de la Merced. Bajo ese paraguas solían celebrarse las reuniones de debate político y de preparación de la revista, en una vieja casa ubicada en el tercer piso de Talcahuano 893. La construcción era noble, grandes los ambientes, en los encuentros podían juntarse entre 50 y 100 personas.
Llevaban la voz cantante Curutchet, Juan Carlos Monedero (un militante del derechista Sindicato Universitario de Derecho, a cuyo adecuado apellido debían hacerse los cheques por las suscripciones), Antonio Caponetto (el actual director de Cabildo). Varios sacerdotes ultramontanos, entre ellos autoridades de colegios confesionales, eran de la partida. Según contaron a este diario testigos presenciales, cuya identidad se reserva, Yacobucci participó en varias de esas tertulias, en un rol iniciático y promisorio. Las tenidas se realizaban para discutir “de política” o del sumario de la revista. También había intercambios con cofrades de otras latitudes. Los falangistas españoles, atribulados tras la muerte de Francisco Franco, eran invitados de honor. El ex presidente Roberto Marcelo Levingston participó en uno de esos homenajes. Yacobucci también fue de la partida. Era joven, había nacido en 1956, la cúpula de Cabildo le proyectaba un porvenir brillante.
Los informantes saben que firmaba las notas con iniciales porque, estudiante aún, aspiraba a hacer carrera en el Poder Judicial. Y las internas dictatoriales que mencionamos en el primer párrafo motivaban que él mismo y sus mentores eligieran el módico enmascaramiento en prevención de potenciales represalias.
Obras completas
G.J.Y volvió a escribir en Cabildo un año después, en agosto de 1978. En términos periodísticos, ascendió. Su columna, titulada “Un canto para la Argentina Austral”, comentaba el tema de tapa, que era la escalada bélica con Chile. La revista propiciaba la guerra, G. J. Y. le agregaba condimento a la postura editorial. Con la proverbial pulsión tanática del nazionalismo convocaba a morir por la Patria. El argumento era moral pero también rozaba una curiosa interpretación jurídica: “Nada más irrevocable que la posesión adquirida a costa de la sangre”, estipulaba. Y oponía esos títulos rojos a la chatura de los documentos. “¿Qué papel con negros párrafos y largos articulados podrá oponerse al sacrificio de quienes se han inmolado en acto supremo de generosidad por la integridad territorial?” El sistema internacional cedía ante la densidad legal de los muertos en combate: “No existe Organización, Sociedad o Pacto en el mundo capaz de hacer retroceder a los muertos del campo conquistado con su vida”. Como en todas las citas de esta nota las mayúsculas son responsabilidad estricta del autor de los originales.
Era una versión institucional pintoresca, algo traída para un hombre de leyes que iba terminando su carrera de abogado en la Universidad de Buenos Aires, donde se recibió en 1980.
Guillermo Yacobucci ascendió peldaño a peldaño en Tribunales, integra por derecho propio la “familia judicial”, según sus recibos de haberes tiene 34 años de antigüedad. También hizo méritos académicos. Su currículo expone numerosas obras publicadas, solo y en colaboración, casi todas de derecho penal. Tiene reputación de hombre de derechas y de juez con versación jurídica superior a la media. Dirige el Departamento de Derecho Penal de la Universidad Austral, estrechamente ligada al Opus Dei.
Llegó como subrogante a la Cámara Federal de Casación, eligió la mitad de la biblioteca que favorecía la libertad de Astiz y del Tigre. En un caso polémico, abierto a interpretaciones dispares, optó por la más favorable a los terroristas de Estado, beneficiándolos por la desidia de los magistrados. La decisión judicial no es un proceso puramente deductivo, contiene opciones valorativas y políticas.
El lunes pasado, el casador interino Yacobucci asumió que los juicios sobre el terrorismo de Estado se dilatan porque “la Justicia no marcha a un ritmo deseable”. Y, en parcas declaraciones a los medios, defendió el fallo.
Eso sí, dejó sentado que los crímenes de lesa humanidad le causan “repugnancia visceral”.
En otros tiempos, por lo visto, pensaba diferente.
Nazionalismo del más añejo
Nostálgica de cuando tenía influencia y hasta algún poder, la ahora marginal revista se mantiene firme en eso de confundir coherencia con obsesiones. Un vistazo a la historia y la actualidad de Cabildo.
Por Sergio Kiernan
La revista Cabildo es una de las criaturas más excéntricas de la derecha nacionalista argentina. Pernóstica, malamente escrita, obsesiva en inventarse enemigos, es sin embargo representativa de una vena subterránea que no tiene miedo al ridículo y sigue ahí: es la revista más antigua de ese palo.
Cabildo aparece y desaparece tanto que los radicales tenían el chiste de que sabían que iban a ganar las elecciones porque la estaban relanzando. La primera edición vio los kioscos el 17 de mayo de 1973, justo a tiempo para escandalizarse con Cámpora y despuntar una vieja fantasía del nacionalismo católico, la del complot masónico-liberal-sionista para entregar el país al comunismo internacional.
Este tipo de cosas es un artículo de fe entre los nacionalistas católicos de derecha. En 1973, lo que pasaba era que Alejandro Agustín Lanusse había aceptado llamar a elecciones por ser un criptoliberal, un masón y un sirviente de la Trilateral, el nuevo nombre del Kahal de Hugo Wast. Sólo esto explicaba que traicionara la “revolución” de esos católicos ilustres que fueron Juan Carlos Onganía y Marcelo Levingston, invitado de Cabildo en sus reuniones políticas. Curiosamente, el maoísmo había llegado a la misma conclusión y acusaba a Lanusse de ser un agente del comunismo soviético, que definía como el “verdadero dueño” de Argentina gracias a testaferros que posaban de millonarios conservadores, como Adalberto Krieger Vasena.
Para Cabildo, entonces, el pase de mando de Lanusse a Cámpora fue la misma entrega de Argentina a la subversión judía, cosa explícitamente dicha en esos tiempos felices en que no había ley antidiscriminatoria. La revista, junto a casi todo el nacionalismo, respiró aliviada con la aparición de Lastiri y la llegada de Perón al poder, el mismo año, y con el nombramiento de gente de confianza como Alberto Ottalagano y Oscar Ivanissevich en las áreas culturales y educativas del Estado. Así empezó la “limpieza”.
El golpe de 1976 fue simplemente la oportunidad de volver a sentirse en el poder para muchos del sector nacionalista, cosa que no ocurría realmente desde hacía años. Cabildo hasta se dio el gusto de jugar en las internas militares, apoyando a los “nacionalistas” frente a los “liberales”. Este azules versus colorados tardío le valió un chas chas en la colita y la revista fue retirada de kioscos y clausurada por un mes, cosa que todavía recuerdan como una epopeya heroica.
No extraña que Cabildo coincidiera ideológicamente con lo más feroz de la represión y tuviera de columnista al general Adel Vilas, un militar “pensante” capaz de leer los libros de Salvador Borrego y de escribir sobre los peligros de la subversión cultural triunfante. Este argumento resultó de larga vida y fue usado por varios militares al ser juzgados por sus atrocidades. Es así: la subversión existe y es corrosiva; usted no se da cuenta porque ya fue cooptado; los terroristas no ganaron la batalla militar, pero al convencerlo a usted de que somos malos ganaron la batalla cultural. O como decía Cosme Béccar Varela con más elegancia, “usted ya es un comunista, sólo que no se da cuenta”.
Hojear las Cabildo de los setenta permite descubrir también de dónde viene la obsesión del grupo por el Conicet. Resulta que la “cueva de terroristas” fue “limpiada” por Ottalagano, que se le entregó a gente más confiable. Varios nazis, nacionalistas y católicos falangistas con título universitario, se transformaron en investigadores rentados. Una de las tantas razones del odio desmesurado que le tiene la revista a Raúl Alfonsín fue que su gobierno terminó con esos contratos.
El staff de Cabildo muestra continuidades notables. El director fue Ricardo Curutchet hasta su muerte, acompañado de Juan Carlos Monedero como secretario de redacción y tesorero. Entre los colaboradores se puede ver, ya hace treinta años, a Antonio Caponnetto, actual director, y a plumas como el médico Hugo Esteva, profesor de cirugía en la UBA y colaborador en publicaciones afines como Patria Argentina. Ya en los setenta, Caponnetto había desarrollado el estilo farragoso y estentóreo que lo sigue destacando, y ya mostraba síntomas de la logorrea que lo impulsa a prologar cuanto libro le ponen delante. No es su culpa, en realidad, ya que sigue el estilo vueltero y lleno de exclamaciones de Curutchet.
Los veinticinco años de democracia que acabamos de cumplir no fueron gratos para Cabildo. Como el nacionalismo reaccionario, elitista y chupacirios es químicamente piantavotos –acerada definición del Perón de 1946–, sólo mojaban cuando gobernaban por la fuerza las minorías a las que influían. Así fue en 1943 y 1955, y así fue en 1966 y 1976. El sector llega a este nuevo milenio en un estado de marginalidad completa, sin la influencia cultural a la que se habían acostumbrado y pasados por derecha por otros sectores. Sólo les queda algún militar, juez o párroco, que trata de que no se noten sus convicciones.
Un síntoma de esta marginalidad es el nuevo slogan de Cabildo, “alguien tiene que decir la verdad”, y su creciente concentración en actividades más religiosas que políticas. El único ambiente donde el nacionalismo católico juega de local es ese arrabal de la Iglesia que sueña con cruzadas de limpieza y piensa que con Franco estábamos mejor. Esto explica que los nuevos héroes de Cabildo sean obispos militarizados como Antonio Baseotto y sus actos de desafío al “régimen” consistan en misas en Luján o ataques a artistas como León Ferrari.
Y también explica el vueltero hispanismo de la prosa cabildesca, donde los colaboradores firman sus notas desde “San Luis de la Punta de los Venados” o desde el “Fuerte de San Felipe de Montevideo”, escriben de tú o arman diálogos platónicos, como Aníbal D’Angelo Rodríguez, editor de cultura, sobrino de Ivannisevich y racista que se llevó racismo a marzo. Son todas muestras de senectud y marginalidad de una revista –de un sector– que supo bajar línea y ser escuchado.
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