lunes, 16 de junio de 2008

Oro, Negro...

Un como siempre lúcido e interesante artículo de análisis del viejo Chomsky.

La estrábica visión bushiana de la bancarrota en Oriente Medio

Noam Chomsky



A mediados de Mayo, el presidente Bush viajó a Oriente Medio para asentar más firmemente su legado en aquella parte del mundo que fue el primer centro de atención de su presidencia.

El viaje tuvo dos destinos principales, cada uno de ellos escogido para celebrar un aniversario importante. Israel: el 60 aniversario de su fundación y reconocimiento por los Estados Unidos. Y Arabia Saudita: el 75 aniversario del reconocimiento por los EEUU del reino recién fundado. Las elecciones tienen sentido a la luz de la historia y del carácter constante de la política estadounidense en Oriente Medio: control del petróleo y apoyo a los acólitos que le ayudan a mantenerlo.

Sin embargo, hubo una omisión que no pasó desapercibida a la población de la zona. Si bien Bush celebró la fundación de Israel, no reconoció –ni, menos, conmemoró— el acontecimiento paralelo de hace 60 años: la destrucción de Palestina, la Nakba, como llaman los palestinos a los acontecimientos que los echaron de sus tierras.

Durante sus tres días en Jerusalén, el presidente participó entusiásticamente en pomposas celebraciones y se empecinó en ir a Masada, un lugar semisagrado del nacionalismo judío.

Pero no visitó la sede de la Autoridad Palestina en Ramallah, ni la ciudad de Gaza, ni un solo campo de refugiados, ni la ciudad de Qalqilya, estrangulada por un Muro de la Separación que se está convirtiendo en un verdadero Muro de la Apropiación merced a los programas ilegales israelitas de establecimiento y desarrollo, que Bush ha aceptado oficialmente, siendo el primer presidente que lo hace.

Quedaba, desde luego, excluido cualquier contacto con los líderes y diputados de Hamás –elegidos en las única elecciones libres del mundo árabe—, muchos de los cuales están en las prisiones israelíes sin ninguna perspectiva de procedimientos judiciales. Los pretextos para esta conducta apenas resisten el más mínimo análisis. Como tampoco lo resiste el hecho de que Hamás ha pedido repetidamente un acuerdo que reconozca los dos estados, según el consenso internacional que Estados Unidos e Israel han rechazado, prácticamente en solitario, durante más de 30 años y que continúen rechazando.

Bush permitió al presidente palestino favorito de los US, Mahmoud Abbas, participar en reuniones en Egipto con varios líderes regionales. La última visita de Bush a Arabia Saudita tuvo lugar en enero. En ambos viajes trató sin éxito de arrastrar al reino Saudita a la alianza anti-Irán que había estado intentando forjar. No se trata de una tarea menor, a pesar de la preocupación de los dirigentes sunitas por la “ola shiita” y la creciente influencia iraní, normalmente denominada “agresividad”.

Para los dirigentes sauditas, el compromiso con Irán puede ser preferible a la confrontación. Y aunque la opinión pública es marginada, tampoco puede despreciarse completamente. En una reciente encuesta entre los sauditas, Bush se situaba por encima de Osama Bin Laden en la categoría de “muy desfavorable” y más del doble por encima del presidente iraní Ahmadinejad y de Hassan Nasrallah, líder de Hezbollah, el aliado shiita de Irán en Líbano.

Las relaciones EEUU-Arabia Saudita datan del reconocimiento del reino en 1933, no por casualidad el año en el que la Standard Oil de California obtuvo una concesión de petróleo y los geólogos americanos empezaron a explorar las que resultaron ser las reservas de petróleo más grandes del mundo.

Los Estados Unidos se afanaron si tardanza en asegurarse el control, paso importante de un proceso, al término del cual los Estados Unidos tomaron el relevo de Gran Bretaña en el dominio del mundo, quedando ésta poco a poco esta última reducida a la condición de “socio junior”, como lamentó el Ministerio Británico de Asuntos Exteriores, incapaz de contrarrestar “el imperialismo económico de los intereses empresariales de Norteamérica, que es muy activa bajo el disfraz de un internacionalismo benévolo y paternal” y “está intentando expulsarnos”.

La robusta alianza EEUU-Israel cobró su forma actual en 1967, cuando Israel prestó a los Estados Unidos el gran favor de destruir el principal centro del nacionalismo laico árabe, el Egipto de Nasser, salvaguardando al mismo tiempo a los dirigentes saudíes de la amenaza del nacionalismo laico. Los planificadores estadounidenses habían reconocido una década antes que un “corolario lógico” de la oposición norteamericana al nacionalismo árabe “radical” (o sea, independiente) debería ser “apoyar a Israel como el único poder proeuropeo fuerte que quedaba en Oriente Medio”.

Las inversiones de las corporaciones estadounidenses en la industria high-tech israelí aumentaron drásticamente, entre ellas Intel, Hewlett Packard, Microsoft, Warren Buffett y otras, además de grandes inversores del Japón y la India, siendo este último caso una faceta de la creciente alianza estratégica EEUU-Israel-India.

Para ser exactos hay otros hechos subyacentes en la relación EEUU-Israel. En Jerusalén, Bush invocó “los lazos del Libro”, la fe “compartida por cristianos como él mismo y los judíos”, según informó la prensa australiana, pero aparentemente no compartida por musulmanes o incluso árabes cristianos, como los de Belén, actualmente excluidos de la Jerusalén ocupada, unos kilómetros más allá, por proyectos de construcción ilegales israelíes.

La Gaceta Saudí condenó agriamente la audacia de Bush de llamar a Israel “la tierra del pueblo elegido”, la terminología de los halcones israelíes. La Gaceta añadía que “el tipo particular de degeneración moral de Bush se puso plenamente de manifiesto cuando mencionó solo de paso un estado palestino en su visión de la región dentro de 60 años”.

No es difícil comprender porqué el legado escogido por Bush subraya las relaciones con Israel y Arabia Saudita, con una breve referencia a Egipto, al mismo tiempo que, excepto en unas pocas frases rituales, desprecia a los palestinos y su miserable situación.

No es necesario detenerse a pensar si las elecciones presidenciales tienen algo que ver con la justicia, los derechos humanos o la visión de la “promoción de la democracia” que se apoderaron de su alma tan pronto como los pretextos por la invasión de Irak se vinieron abajo.

No se trata de esto, sino de que las elecciones se corresponden con un principio general observado con una considerable constancia: los derechos se asignan según los servicios prestados al poder.

Los palestinos son pobres, son débiles, están dispersos y son enemigos. Por lo tanto, resulta elemental que no deben tener derechos. Por el contrario, Arabia Saudita tiene unos recursos de energía incomparables, Egipto es el mayor estado árabe e Israel es un rico país occidental y la sede del poder regional, con unas fuerzas armadas y aéreas mayores y más avanzadas tecnológicamente que cualquier poder de la NATO (excepto su patrón) además de cientos de armas nucleares y una economía avanzada y ampliamente militarizada, estrechamente ligada a los Estados Unidos.

Las líneas del legado escogido son por lo tanto bastante predecibles.


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