viernes, 19 de marzo de 2010



Mañana seré Adolf

Por Juan Forn

Un caballo cruza a todo galope la frontera entre Rusia y Mongolia. El año es 1921. A pesar de los veinte grados bajo cero, el jinete va con el torso desnudo, salvo por una túnica amarilla hecha jirones y un puñado de talismanes que cuelgan de su cuello. Su única posibilidad de salvación es agotar a sus perseguidores y perderse en la estepa, porque tanto el Ejército Rojo como el Ejército Republicano Chino han puesto precio a su cabeza. El nombre del fugitivo es Nikolai Maximilian von Ungern-Sternberg. Es austríaco de nacimiento y ruso por adopción, pero en la estepa mongola se lo conoce mejor como la reencarnación del Genghis Khan, o Mahakala, Señor de la Tiniebla. Budista, sádico, antropófago, asesino, antisemita y antibolchevique furioso, Ungern-Sternberg parece un perfecto villano de historieta, y de hecho Hugo Pratt le dedica un episodio fulminante en Corto Maltés en Siberia, pero el tipo existió en la vida real y fue una desgracia para todos los que tuvieron la mala suerte de cruzárselo, incluyendo a un anónimo cabo retirado del ejército austríaco en 1918 del cual hablaremos en su momento.

De no haberse producido la Guerra Ruso-Japonesa, Ungern-Sternberg habría ido a parar seguramente a un manicomio austríaco o alemán, donde su delirio místico y su sed de sangre hubiesen permanecido confinados a las cuatro paredes de su celda. Lamentablemente, su familia era parte de la aristocracia de alemanes del Báltico que durante generaciones había servido en los ejércitos del zar y, para sacárselo de encima, lo enviaron pupilo a todos los internados posibles, de los que fue expulsado una y otra vez hasta que logró graduarse (entre los peores de su camada, y algunos dicen que amenazando con un cuchillo a su tutor), en el Liceo Pavel de Petersburgo a comienzos de 1904, cuando el ejército zarista necesitaba desesperadamente oficiales de bajo rango para la guerra contra Japón.

En los sangrientos campos de batalla siberianos encontró Ungern-Sternberg su lugar en el mundo. Se destacó muy pronto por su demente temeridad, incluso mereció la Cruz de San Jorge, aunque nadie se atrevía a poner tropas a su cargo por su incapacidad para respetar la cadena de mandos. El general Wrangel dice en sus memorias que, para no ascenderlo (“No es un soldado profesional. Es una máquina de matar, sólo útil en la guerra”), optó por estacionarlo en una remota guarnición de Siberia hasta que volvieron a necesitarlo, cuando estalló la Primera Guerra. Para entonces, Ungern-Sternberg se había fascinado con el coraje y el salvajismo de los buriatos, nómades mongoles en quienes confiaba más que en sus soldados rusos. Se casó con una princesa tártara, aprendió a hablar el mongol, estudió las tácticas de guerra de Genghis Khan y se hizo budista, de una vertiente local que celebraba por igual el panteísmo, el fervor guerrero y la crueldad sin compasión. Se enteró del triunfo de la Revolución de Octubre en el extremo oriente siberiano, más allá del lago Baikal, y junto con su superior inmediato en la región, el coronel Grigori Semenov (tan antisemita y antibolchevique como él), ofreció sus tropas al Ejército Blanco, pero su fidelidad hacia uno y otros duraría muy poco.

A Semenov lo acusó de corrupto, por aceptar ayuda financiera de los japoneses, y a los rusos blancos de meros cobardes. Con la sola ayuda de su regimiento de salvajes, Ungern-Sternberg decidió emprender desde Siberia la conquista de la Unión Soviética y de China, con el propósito de erigir un nuevo imperio tártaro. Su única victoria militar fue la toma de Urka (hoy Ulan Bator, capital de Mongolia), cuando sus seiscientos hombres pasaron a degüello a los cinco mil soldados chinos armados de ametralladoras que defendían la ciudad. En los meses siguientes se erigió en figura suprema de la región a través del terror. Arrasó con todos los judíos y prosiguió la cacería con bolcheviques, soldados blancos, lamas o cualquier otra presencia humana que se pusiera en su camino. En su regimiento había adivinos y videntes, en quienes confiaba más que en sus lugartenientes militares. La mitad de sus hombres estaba siempre al borde de la deserción. Aliados y enemigos temían por igual su sadismo y sus dementes decisiones. Sus campamentos dejaban pilas de cadáveres putrefactos. Fumaba cantidades industriales de opio y mantenía a su tropa con raciones diarias de hachís y vodka. Su actividad favorita era comprobar cuánto tiempo duraba vivo un hombre que había sido completamente despellejado.

Luego de que soviéticos y chinos pusieran precio a su cabeza, Ungern-Sternberg fue traicionado por su propia tropa. Logró huir en su caballo blanco, pero fue perseguido durante dos días con sus noches por los bolcheviques y un puñado de jinetes mongoles que habían formado parte de su regimiento y fueron quienes al fin lograron atraparlo. Aun desarmado y de a pie, Ungern-Sternberg se las arregló para matar a seis de ellos antes de que lo redujeran. Los bolcheviques supieron mantenerse a distancia hasta que estuvo encadenado y procedieron entonces a matar a los jinetes mongoles y trasladar a su prisionero hasta Novosibirk. En el trayecto lo exhibieron, encadenado, semidesnudo, en una jaula, en cada pueblo por donde pasaba el tren. Su aspecto era tan aterrador que ni los más curiosos se atrevían a mirarlo a los ojos.

Sentenciado a muerte luego de un juicio sumario, Ungern-Sternberg enfrentó al pelotón de fusilamiento. Como su cabeza era muy pequeña, se ordenó a los soldados que le apuntaran al pecho. Varios disparos dieron contra los medallones metálicos que colgaban de su pecho y el rebote de la metralla mató a dos miembros del pelotón. Dicen que Ungern-Sternberg tuvo tiempo de soltar una carcajada final antes de morir. Cuando en Mongolia se supo de su muerte, el Bogd Khan ordenó plegarias a todos sus súbditos para que su espíritu no volviera nunca a la tierra. En Austria y Alemania, en cambio, si nos guiamos por una carta que escribe en 1921 D. H. Lawrence, autor de El amante de Lady Chatterley, “todos leen con fascinación el libro Bestias, hombres y dioses, un libro que cuenta las correrías y convicciones del Barón Blanco, un austríaco de nacimiento de nombre Ungern-Sternberg, que pregona el espíritu tártaro de todos los eslavos y germanos y su unión contra judíos y bolcheviques”. Uno de los tantos lectores austríacos de Bestias, hombres y dioses en aquel 1921 fue el cabo retirado, fracasado aspirante a pintor y por entonces orador nacionalista en alza Adolf Hitler. Como lo demuestra el ejemplar profusamente subrayado del libro hallado entre sus papeles personales, según detalla Timothy Ryback en el ensayo recientemente publicado La biblioteca privada de Hitler y los libros que moldearon su vida.

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