jueves, 8 de noviembre de 2007

La ficción contractual VII y final.

En la moral metafísica, he dicho, el hombre llegado a la conciencia de su alma inmortal y de su libertad individual ante dios y en dios, no puede amar a los hombres, porque moralmente no tiene necesidad de ello, y porque no puede amar, he añadido aún, más que lo que tiene necesidad de vosotros.

Si se cree a los teólogos y a los metafísicos, la primera condición es perfectamente cumplida en las relaciones del hombre con dios, porque pretenden que el hombre no puede pasarse sin dios. El hombre, pues, puede y debe amar a dios, puesto que tiene tanta necesidad de él. En cuanto a la segunda condición, la de no poder amar más que lo que tiene necesidad de ese amor, no se encuentra realizada en las relaciones del hombre con dios. Sería una impiedad decir que dios puede tener necesidad del amor de los hombres. Porque tener necesidad significa carecer de una cosa que es necesaria a la plenitud de la existencia; es, pues, una manifestación de debilidad, una opinión de pobreza. Dios, absolutamente completo en si, no puede tener necesidad de nadie, ni de nada. No teniendo ninguna necesidad del amor de los hombres, no puede amarlos; y lo que se llama su amor hacia los hombres no es más que su aplastamiento absoluto, semejante y naturalmente más formidable aún que aquel que el poderoso emperador de Alemania ejercita hoy en relación a todos sus súbditos. El amor de los hombres hacia dios se parece también mucho al de los alemanes hacia este monarca, tan poderoso hoy que, después de dios, no conocemos poder más grande que el suyo.

El amor verdadero, real, expresión de una necesidad mutua e igual, no puede existir más que entre iguales. El amor del superior al inferior es el aplastamiento, la opresión, el desprecio, es el egoísmo, el orgullo, la vanidad triunfantes en el sentimiento de una grandeza fundada sobre el rebajamiento ajeno. El amor del inferior al superior es la humillación, los terrores y las esperanzas del esclavo que espera de su amo la desgracia o la dicha.

Tal es el carácter del llamado amor de dios hacia los hombres y de los hombres hacia dios. Es el despotismo de uno y la esclavitud de los otros. ¿Qué significan, pues, estas palabras: amar a los hombres y hacerles bien por amor de dios? Es tratarlos como dios quiere que sean tratados. ¿Y cómo quiere que sean tratados? Como esclavos. Dios, por su naturaleza, está obligado a considerarlos como esclavos absolutos; considerándolos como tales, no puede obrar de otro modo que tratándolos como tales. Para emanciparlos no tendría más que un solo medio: abdicar, anularse y desaparecer. Pero eso equivaldría a exigir demasiado de su omnipotencia. Puede, para conciliar el amor extraño que siente hacia los hombres con su eterna justicia, no menos singular, sacrificar su único hijo, como nos cuenta el evangelio; pero abdicar, suicidarse por amor a los hombres no lo hará nunca a menos que no se le obligue a ello por la crítica científica. En tanto que la fantasía crédula de los hombres le permita existir, será siempre soberano absoluto, amo de esclavos. Es, pues, evidente que tratar a los hombres según dios manda, no puede significar otra cosa que tratarlos como esclavos. El amor a los hombres según dios es el amor a su esclavitud. Yo, individuo inmortal y completo, gracias a dios, y que me siento libre precisamente porque soy esclavo de dios, no tengo necesidad de ningún hombre para hacer más completa mi existencia intelectual y moral, pero conservo mis relaciones con ellos para obedecer a dios, y al amarlos por amor a dios, al tratarlos según dios, quiero que sean esclavos de dios como yo mismo. Por tanto, si agrada al amo soberano elegirme para hacer prevalecer su voluntad sobre la tierra, sabré obligarlos a ello. Tal es el verdadero carácter de lo que los adoradores de dios, sinceros y serios, llaman su amor humano. No es tanto la abnegación de los que aman como el sacrificio forzado de aquellos que son objeto o más bien víctimas de ese amor. No es su emancipación, es su servidumbre para mayor gloria de dios. Y es así como la autoridad divina se transforma en autoridad humana y como la iglesia funda el Estado.

Según la teoría, todos los hombres deberían servir a dios de esa manera. Pero se sabe, todos son llamados, pero pocos los elegidos. Y por lo demás, si todos fuesen igualmente capaces de cumplirlo, es decir, si todos hubiesen llegado al mismo grado de perfección intelectual y moral, de santidad y de libertad en dios, ese servicio mismo se volvería inútil. Si es necesario, es que la inmensa mayoría de los individuos humanos no han llegado a ese punto, de donde resulta que esa masa aun ignorante y profana debe ser amada y tratada según dios, es decir, gobernada, subyugada por una minoría de santos que, de una manera o de otra, dios no deja nunca de elegir él mismo y de establecer en una posición privilegiada que les permita cumplir ese deber.

La frase sacramental para el gobierno de las masas populares, para su propio bien sin duda, para la salvación de sus almas, si no para la de sus cuerpos, en los Estados teocráticos y aristocráticos, para los santos y los nobles, y en los estatutos doctrinarios, liberales, hasta republicanos y basados sobre el sufragio universal, para los inteligentes y los ricos, es la misma: "Todo por el pueblo, nada para el pueblo". Lo que significa que los santos, los nobles, o bien las gentes privilegiadas, sea desde el punto de vista de la inteligencia científicamente desarrollada, se desde el de la riqueza, mucho más próximos al ideal o a dios, dicen unos, a la razón, a la justicia y a la verdadera libertad, dicen los otros, que las masas populares, tienen la santa y noble misión de conducirlas. Sacrificando sus intereses y descuidando sus propios asuntos, deben consagrarse a la dicha de su hermano menor, el pueblo. El gobierno no es un placer, es un penoso deber: no se busca en él la satisfacción, sea de la ambición, sea de la vanidad, sea de la avidez personal, sino sólo la ocasión de sacrificarse en beneficio de todo el mundo. Es por eso, sin duda, que el número de los competidores en las funciones oficiales es siempre tan pequeño, y por lo que, reyes y ministros, grandes y pequeños funcionarios, no aceptan el poder más que a disgusto.

Tales son, pues, en la sociedad concebida según la teoría de los metafísicos, los dos géneros diferentes, y aun opuestos, de relaciones que pueden existir entre los individuos. El primero es el de la explotación y el segundo el del gobierno. Si es verdad que gobernar significa sacrificarse por el bien de aquellos a quienes se gobierna, esta segunda relación está, en efecto, en plena contradicción con la primera, con la de la explotación. Pero entendámonos. Según la teoría ideal, sea teológica, se metafísica, estas palabras, el bien de las masas, no pueden significar su bienestar terrestre ni su dicha temporal; ¿qué importan algunas docenas de años de vida terrestre en comparación con la eternidad? Se debe, pues, gobernar a las masas, no en vista de esa felicidad grosera que nos dan las potencias materiales de la tierra, sino en vista de su salvación eterna. Las privaciones y los sufrimientos materiales pueden ser aun considerados como una falta de educación, habiéndose demostrado que demasiados goces corporales matan el alma inmortal. Pero entonces la contradicción desaparece: explotar y gobernar significan la misma cosa, lo uno completa lo otro y le sirve de medio y de fin.

Explotaciones y gobierno, el primero al dar los medios para gobernar, y al constituir la base necesaria y el fin de todo gobierno, que a su vez legaliza y garantiza el poder de explotar, son los dos términos inseparables de todo lo que se llama política. Desde el principio de la historia han formado propiamente la vida real de los Estados: teocráticos, monárquicos, aristocráticos y hasta democráticos. Anteriormente y hasta la gran revolución de fines del siglo XVIII, su alianza íntima había sido enmascarada por las ficciones religiosas, legales y caballerescas; pero desde que la mano brutal de la burguesía desgarró todos los velos, por lo demás pasablemente transparentes, desde que su soplo revolucionario disipó todas sus vanas imaginaciones, tras las cuales la iglesia y el Estado, la teocracia, la monarquía y la aristocracia habían podido realizar tan largo tiempo, tranquilamente, todas sus ignominias históricas; desde que la burguesía cansada de ser yunque se convirtió en martillo a su vez; desde que inauguró el Estado moderno, en una palabra, esa alianza fatal se ha convertido para todos en una verdad revelada e indiscutible.

La explotación es el cuerpo visible, y el gobierno es el alma del régimen burgués. Y, como acabamos de verlo, uno y otro, en esa alianza tan íntima, son, desde el punto de vista histórico tanto como práctico, la expresión necesaria y fiel del idealismo metafísico, la consecuencia inevitable de esa doctrina burguesa que busca la libertad y la moral de los individuos fuera de la solidaridad social. Esta doctrina culmina en el gobierno explotador de un pequeño número de dichosos o de elegidos, en la esclavitud explotada del gran número, y para todos, en la negación de toda moralidad y de toda libertad.

Después de haber mostrado cómo el idealismo, partiendo de las ideas absurdas de dios, de la inmortalidad de las almas, de la libertad primitiva de los individuos y de su moral independientes de la sociedad, llega fatalmente a la consagración de la esclavitud y de la moralidad, debo mostrar ahora cómo la ciencia real, el materialismo y el socialismo –este segundo término no es, por otra parte, más que el justo y completo desenvolvimiento del primero-, precisamente porque toman por punto de partida la naturaleza material y la esclavitud natural y primitiva de los hombres y porque se obligan por eso mismo a buscar la emancipación de los hombres, no fuera, sino en el seno mismo de la sociedad, no contra ella, sino por ella, deben culminar también necesariamente en el establecimiento de la más amplia libertad de los individuos y de la moralidad humana.


DIOS Y EL ESTADO: NOTAS SOBRE ROUSSEAU
Mijail Bakunin

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