La ficción contractual VI
¿Por qué los teólogos y los metafísicos, que se muestran por otra parte lógicos tan sutiles, han cometido y continúan cometiendo la inconsecuencia de admitir la existencia de muchos hombres igualmente inmortales, es decir igualmente infinitos, y por encima de ellos la de un dios todavía más inmortal y más infinito? Han sido forzados por la imposibilidad absoluta de negar la existencia real, la mortalidad tanto como la independencia mutua de los millones de seres humanos que han vivido y que viven sobre esta tierra. Este es un hecho del que, a pesar de toda su buena voluntad, no pueden hacer abstracción. Lógicamente, habrían debido concluir que las almas no son inmortales, que no tienen existencia separada de sus envolturas corporales y mortales, y que al limitarse y encontrarse en una dependencia mutua, encontrando fuera de ellas mismas una infinidad de objetos diferentes, los individuos humanos, como todo lo que existe en este mundo, son seres pasajeros, limitados y finitos. Pero al reconocer eso, deberían renunciar a las bases mismas de sus teorías ideales, deberían colocarse bajo la bandera del materialismo puro, o de la ciencia experimental y racional. Es a lo que los invita también la voz poderosa del siglo.
Permanecen sordos a esa voz. Su naturaleza de inspirados, de profetas, de doctrinarios y de sacerdotes, y su espíritu impulsado por las sutiles mentiras de la metafísica, habituado a los crepúsculos de las fantasías ideales, se rebelan contra las conclusiones francas y contra la plena luz de la verdad simple. Les tienen tal horror que prefieren soportar la contradicción que crean ellos mismos por esa ficción absurda del alma inmortal, a tener que buscar la solución en un absurdo nuevo, en la ficción de dios. Desde el punto de vista de la teoría, dios no es realmente otra cosa que el último refugio y la expresión suprema de todos los absurdos y contradicciones del idealismo. En la teología, que representa la metafísica infantil e ingenua, aparece como la base y la causa primera del absurdo, pero en la metafísica propiamente dicha, es decir en la teología sutilizada y racionalizada, constituye al contrario la última instancia y el supremo recurso, en el sentido que todas las contradicciones que parecen insolubles en el mundo real, son explicadas en dios y por dios, es decir por el absurdo envuelto todo lo posible en una apariencia de racional.
La existencia de un dios personal, la inmortalidad del alma, son dos ficciones inseparables, son los dos polos del mismo absurdo absoluto, el uno provoca el otro y el uno busca vanamente su explicación, su razón de ser en el otro. Así, para la contradicción evidente que hay entre la infinitud supuesta de cada hombre y el hecho real de la existencia de muchos hombres, por consiguiente una cantidad de seres infinitos que se encuentra, fuera uno del otro, limitándose necesariamente; entre su inmortalidad y su mortalidad; entre su dependencia natural y su independencia absoluta recíprocas, los idealista no tienen nada más que una sola respuesta: dios; y si esa respuesta no os explica nada, y no os satisface, tanto peor para vosotros. No pueden daros otra.
La ficción de la inmortalidad del alma y la de la moral individual, que es su consecuencia necesaria, son la negación de toda moral. Y bajo este aspecto, es preciso hacer justicia a los teólogos que, mucho más consecuentes, más lógicos que los metafísicos, niegan atrevidamente lo que hoy se ha convenido en llamar la moral independiente; declarando con mucha razón, desde el momento que se admite la inmortalidad del alma y la existencia de dios, que es preciso reconocer también que no puede haber más que una sola moral, la ley divina, revelada, la moral religiosa, es decir la relación del alma inmortal con dios por la gracia de dios. Fuera de esa relación irracional, milagrosa y mística, la única santa y la única salvadora, y fuera de las consecuencias que se derivan de ella para el hombre, todas las otras relaciones son malas. La moral divina es la negación absoluta de la moral humana.
La moral divina ha encontrado su perfecta expresión en esta máxima cristiana: "Amarás a dios más que a ti mismo y amarás a tu prójimo tanto como a ti mismo", lo que implica el sacrificio de sí mismo y del prójimo a dios. Pasar por el sacrificio de sí mismo, puede ser calificado de locura; pero el sacrificio del prójimo es, desde el punto de vista humano, absolutamente inmoral. ¿Y por qué estoy forzado a un sacrificio inhumano? Por la salvación de mi alma. Esa es la última palabra del cristianismo. Por consiguiente, para complacer a dios y para salvar mi alma debo sacrificar a mi prójimo. Este es el egoísmo absoluto. Este egoísmo no disminuido, ni destruido, sino sólo enmascarado en el catolicismo, por la colectividad forzada y por la unidad autoritaria, jerárquica y despótica de la iglesia, aparece en toda su franqueza cínica en el protestantismo, que es una especie de "¡sálvese quien pueda!" religioso.
Los metafísicos a su vez se esfuerzan por amenguar ese egoísmo, que es el principio inherente y fundamental de todas las doctrinas ideales, hablando muy poco, lo menos posible, de las relaciones del hombre con dios y mucho de las relaciones mutuas de los hombres. Lo que no es de ningún modo hermoso, ni franco, ni lógico de su parte; porque, desde el momento que se admite la existencia de dios, se está forzado a reconocer las relaciones del hombre con dios; y se debe reconocer que en presencia de esas relaciones con el ser absoluto y supremo, todas las otras relaciones son necesariamente simuladas. O bien dios no es dios, o bien su presencia lo absorbe, lo destruye todo. Pero pasemos adelante...
Los metafísicos buscan, pues, la moral en las relaciones de los hombres entre sí, y al mismo tiempo, pretenden que es un hecho absolutamente individual, una ley divina escrita en el corazón de cada hombre, independientemente de sus relaciones con los otros individuos humanos. Tal es la contradicción inextricable sobre la que está fundada la teoría moral de los idealistas. Desde el momento que llevo, anteriormente a todas mis relaciones con la sociedad y por consiguiente independientemente de toda influencia de esa sociedad sobre mi propia persona, una ley escrita primitivamente por dios mismo en mi corazón, esa ley es necesariamente extraña e indiferente, si no hostil a mi existencia en la sociedad; no puede concernir a mis relaciones con los hombres, y no puede regular más que mis relaciones con dios, como lo afirma muy lógicamente la teología. En cuanto a los hombres, desde el punto de vista de esa ley, me son perfectamente extraños. Habiéndose formado la ley moral e inscripto en mi corazón al margen de todas mis relaciones con los hombres, no puede tener nada que ver con ellos.
Pero, se dirá, esa ley os manda precisamente amar a los hombres, tanto como a vosotros mismos, porque son vuestros semejantes, y no hacerles nada que no querráis vosotros que se os haga, observar frente a ellos la igualdad, la ecuación moral, la justicia. A esto respondo que si es verdad que la ley moral contiene ese mandamiento, debo concluir que no ha sido formada y que no ha sido escrita aisladamente en mi corazón; supone necesariamente la existencia anterior de mis relaciones con otros hombres, mis semejantes; por consiguiente la ley no crea esas relaciones, sino que, hallándolas establecidas, las regula solamente, y en cierto modo en su manifestación desarrollada, su explicación y su producto. De donde resulta que la ley moral no es un hecho individual, sino social, una creación de la sociedad. Si fuera de otro modo, la ley moral inscripta en mi corazón sería absurda, regularía mis relaciones con seres con quienes no tendría relación alguna y de quienes ignoraría la existencia.
Para eso los metafísicos tienen una respuesta. Dicen que cada individuo humano la trae al nacer, inscripta por la mano de dios en su corazón, pero que no se encuentra al principio en él más que en el estado latente, sólo en el estado de potencia, no realizada, ni manifestada por el individuo mismo, que no puede realizarla y que no puede descifrarla en sí más que desenvolviéndose en la sociedad de sus semejantes; que el hombre, en una palabra, no llega a la conciencia de esa ley, que le es inherente, más que por sus relaciones con los otros hombres.
Por esta explicación, si no racional, al menos muy plausible, henos aquí llevados a la doctrina de las ideas, de los sentimientos y de los principios innatos. Se conoce esa doctrina; el alma humana, inmortal e infinita en su esencia, pero corporalmente determinada, limitada, entorpecida y por decirlo así cegada y aniquilada en su existencia real, contiene todos esos principios eternos y divinos, pero sin darse cuenta, sin saber absolutamente nada. Inmortal, debe ser necesariamente eterna en el pasado tanto como en el provenir. Porque si hubiese tenido un comienzo, tendría inevitablemente un fin; no sería inmortal. ¿Qué ha sido, que ha hecho durante toda esa eternidad que deja tras sí? Solo dios lo sabe; en cuanto a ella misma no se recuerda, lo ignora. Es un gran misterio, lleno de contradicciones palpables, para resolver las cuales es preciso apelar a la contradicción suprema, a dios. Lo cierto es que conserva sin saberlo, en no se sabe qué lugar misterioso de su ser, todos los principios divinos. Pero perdida en su cuerpo terrestre, embrutecida por las condiciones groseramente materiales de su nacimiento y de su existencia sobre la tierra, no tiene la capacidad de concebirlas, ni el poder de volverlas a recordar. Es como si no las tuviese. Pero he aquí que, en la sociedad, una multitud de almas humanas, todas igualmente inmortales por su esencia, y todas igualmente embrutecidas, envilecidas y materializadas en su existencia real, se encuentran de nuevo. Al principio se reconocen tan poco que un alma materializada come a la otra. La antropofagia, se sabe, fue la primera práctica del género humano. Luego, haciéndose siempre una guerra encarnizada, cada cual se esfuerza por someter a los demás; es el largo período de la esclavitud, período que está muy lejos de haber llegado a su término. Ni en la antropofagia ni en la esclavitud se encuentra, sin duda, rasgo alguno de principios divinos. Pero en esa lucha incesante de los pueblos y de los hombres entre sí, que constituye la historia, y después de los sufrimientos sin número que son su resultado más claro, las almas se despiertan poco a poco, salen de su entorpecimiento, de su embrutecimiento, vuelven a sí mismas, se reconocen y profundizan cada vez más en su ser íntimo, provocadas y suscitadas mutuamente; por lo demás comienzan a recordarse, a presentir primero, a entrever después y a percibir claramente los principios que dios ha trazado con su propia mano desde la eternidad.
Este despertar y este recuerdo no se efectúan primero en las almas más infinitas y más inmortales, lo que sería absurdo; pues el infinito no admite ni más ni menos, lo que hace que el alma del más grande idiota sea tan infinita e inmortal como la del mayor genio; se efectúan en las almas menos groseramente materializadas, y por consecuencia más capaces de despertarse y de recordarse. Esto es, en hombres de genio, en los inspirados de dios, en los reveladores, en los profetas. Una vez que estos grandes y santos hombres, iluminados y provocados por el espíritu, sin ayuda del cual nada grande ni bueno se hace en este mundo, una vez que han vuelto a encontrar en sí mismos una de esas divinas verdades que todo hombre lleva inconscientemente en su alma, se hace naturalmente mucho más fácil a los hombres más groseramente materializados la realización de ese mismo descubrimiento en sí mismos. Y es así como toda gran verdad, todos los principios eternos manifestados primero en la historia como revelaciones divinas, se reducen más tarde a verdades divinas, sin duda, pero que cada uno, no obstante, puede y debe encontrar en sí y reconocer como la base de su propia esencia infinita, o de su alma inmortal. Esto explica cómo una verdad al principio revelada por un solo hombre, al difundirse poco a poco en el exterior, hace sus discípulos, primero poco numerosos y ordinariamente perseguidos tanto por los amos como por las masas y por los representantes oficiales de la sociedad; pero al difundirse más y más, a causa misma de sus persecuciones, acaba por invadir tarde o temprano la conciencia colectiva y después de haber sido largo tiempo una verdad exclusivamente individual, se trasforma al fin en una verdad socialmente aceptada: realizada bien o mal, en las instituciones públicas y privadas de la sociedad, se convierte en ley.
Tal es la teoría general de los moralistas de la escuela metafísica. A primera vista, he dicho, es muy plausible y parece reconciliar las cosas más dispares: la revelación divina y la razón humana, la inmortalidad y la independencia absolutas de los individuos, con su mortalidad y su dependencia absolutas, el individualismo y el socialismo. Pero al examinar esta teoría y sus consecuencias desde más cerca, nos será fácil reconocer que no es más que una reconciliación aparente que cubre bajo una falsa máscara de racionalismo y de socialismo, el antiguo triunfo del absurdo divino sobre la razón humana y del egoísmo individual sobre la solidaridad social. En última instancia, culmina en la separación y en el aislamiento absoluto de los individuos, y por consiguiente en la negación de toda moral.
A pesar de sus pretensiones de racionalismo puro, comienza por la negación de toda razón, por el absurdo, por la ficción del infinito perdido en lo finito, o por la suposición de un alma, de una cantidad de almas inmortales alojadas y aprisionadas en cuerpos mortales. Para corregir y explicar ese absurdo se vio obligada a recurrir a otro, el absurdo por excelencia, a dios, especie de alma inmortal, personal, inmutable, alojada y aprisionada en un universo pasajero y mortal y que sin embargo conserva su omniscencia y omnipotencia. Cuando se le plantean cuestiones indiscretas, que es naturalmente incapaz de resolver, porque el absurdo no se resuelve ni se explica, responde con esa terrible palabra, dios, lo absoluto misterioso, que, al no significar absolutamente nada o al significar lo imposible, según ella, lo resuelve, lo explica todo. Esto es cosa suya y su derecho; es por eso que, heredera e hija más o menos obediente de la teología, se llama metafísica.
Lo que tenemos que considerar aquí son las consecuencias morales de su teoría. Comprobemos primero que su moral, a pesar de su apariencia socialista, es una moral profundamente, exclusivamente individual, después de lo cual no nos será difícil probar que, teniendo ese carácter dominante, es en efecto la negación de toda moral.
En esta teoría, el alma inmortal e individual de cada hombre, infinita o absolutamente completa por su esencia, y como tal no teniendo absolutamente necesidad de ningún ser, ni de relaciones con otros seres para completarse, se encuentra aprisionada y como aniquilada de antemano en un cuerpo mortal. En ese estado de decadencia, cuyas razones sin duda nos quedarán eternamente desconocidas, porque el espíritu humano es incapaz de explicarlas y porque la explicación se encuentra sólo en el misterio absoluto, en dios; reducida a ese estado de materialidad y de dependencia absoluta frente al mundo exterior, el alma humana tiene necesidad de la sociedad para despertar, para volver en sí, para conocerse y conocer los principios divinos depositados por dios mismo desde la eternidad en su seno y que constituyen su propia esencia. Tales son el carácter y la parte socialista de esta teoría. Pues las relaciones de hombre a hombre y de cada individuo humano con todos los demás, la vida social en una palabra, no aparecen más que como un medio necesario de desenvolvimiento, como un punto de tránsito, no como el fin; el fin absoluto y último para cada individuo es él mismo, al margen de todos los demás individuos humanos; es él mismo en presencia de la individualidad absoluta, ante dios. Ha tenido necesidad de los hombres para salir de su aniquilamiento terrestre, para encontrarse de nuevo, para volver a percibir su esencia inmortal, pero, una vez encontrada, no naciendo en lo sucesivo su vida más que de ella misma, le vuelve la espalda y queda sumergida en la contemplación del absurdo místico, en la adoración de su dios.
Si conserva entonces aún algunas relaciones con los hombres, no es por necesidad moral, ni, en consecuencia, por amor hacia ellos, porque no se ama más que lo que se necesita y a quien tiene necesidad de vosotros; y el hombre que ha encontrado su esencia infinita e inmortal, completo en sí, no tiene necesidad más que de dios, que, por un misterio que sólo comprenden los metafísicos, parece poseer una infinitud más infinita y una inmortalidad más inmortal que la de los hombres; sostenido en lo sucesivo por la omnisapiencia y la omnipotencia divinas, el individuo, recogido y libre en sí, no puede tener necesidad de otros hombres. Por consiguiente, si continúa guardando algunas relaciones con ellos, no puede ser más que por dos razones.
Primero, porque en tanto que permanezca rebozado en su cuerpo mortal, tiene necesidad de comer, de abrigarse, de cubrirse, de defenderse tanto de la naturaleza exterior como de los ataques de los hombres mismos, y cuando es un hombre civilizado, tiene necesidad de una cantidad de cosas materiales que constituyen la comodidad, el confort, el lujo, y de las cuales algunas, desconocidas por nuestros padres, son consideradas hoy por todo el mundo como objetos de primera necesidad. Habría podido muy bien seguir el ejemplo de los santos de los siglos pasados, aislándose en alguna caverna y alimentándose de raíces. Pero parece que eso no está ya en los gustos de los santos modernos, que piensan, sin duda, que la comodidad material es necesaria para la salvación del alma. Por consiguiente, tienen necesidad de todas estas cosas; pero estas cosas no pueden ser producidas más que por el trabajo colectivo de los hombres: el trabajo aislado de un solo hombre sería incapaz de producir la millonésima parte de ello. De donde resulta que el individuo, en posesión de su alma inmortal y de su libertad interior independiente de la sociedad, el santo moderno, tiene materialmente necesidad de esta sociedad, sin necesitarla de ningún modo, desde el punto de vista moral.
¿Pero cuál es el nombre que se debe dar a relaciones que, no siendo motivadas más que por las necesidades exclusivamente materiales, no se encuentran al mismo tiempo sancionadas, apoyadas por una necesidad moral cualquiera? Evidentemente, no puede haber más que uno solo, es el de explotación. Y en efecto, en la moral metafísica y en la sociedad burguesa que tiene, como se sabe, esa moral por base, cada individuo se convierte necesariamente en el explotador de la sociedad, es decir, de todos, y el Estado, bajo sus formas diferentes, desde el Estado teocrático y la monarquía más absoluta hasta la república más democrática basada en el sufragio universal más amplio, no es otra cosa que el regulador y la garantía de esa explotación mutua.
En la sociedad burguesa, fundada en la moral metafísica, cada individuo, por la necesidad o por la lógica misma de su posición, aparece como un explotador de los demás, porque tiene necesidad de todos materialmente y no tiene necesidad de nadie moralmente. Por tanto, cada uno, huyendo de la solidaridad social como de un estorbo a la plena libertad de su alma, pero buscándola como un medio necesario para el mantenimiento de su cuerpo, no la considera más que desde el punto de vista de su utilidad material, personal, y no le aporta, no le da más que lo que es absolutamente necesario para tener, no el derecho, sino el poder de asegurarse esa utilidad para sí mismo. Cada cual la considera, en una palabra, como lo haría un explotador. Pero aun cuando todos son igualmente explotadores, es preciso que haya en ella felices y desdichados, porque toda explotación supone explotados.
Hay pues, explotadores, que lo son al mismo tiempo en potencia y en realidad; y otros, el gran número, el pueblo, que no lo son solamente más que en potencia, en el querer, pero no en la realidad. Realmente son los eternos explotados. En economía social, he ahí a que llega la moral metafísica o burguesa: a una guerra sin tregua ni cuartel entre todos los individuos, a una guerra encarnizada en que perece el mayor número para asegurar el triunfo y la prosperidad de una minoría.
La segunda razón que puede inducir a un individuo, llegado a la plena posesión de sí mismo, a conservar relaciones con los otros hombres, es el deseo de agradar a dios y el deber de cumplir su segundo mandamiento; el primero es amar a dios más que a sí mismo, y el segundo amar a los hombres, al prójimo, como a sí mismo y hacerles, por amor a dios, todo el bien que desee uno que le hagan.
Notad estas palabras: "por amor a dios"; expresan perfectamente el carácter del único amor humano posible en la moral metafísica, que consiste precisamente en no amar a los hombres por sí, por propia necesidad, sino sólo para complacer al amo soberano. Por lo demás, debe ser así; porque desde el momento que la metafísica admite la existencia de un dios y las relaciones del hombre con dios, debe, como la teología, subordinarle todas las relaciones humanas. La idea de dios destruye todo lo que no es dios, reemplazando todas las realidades humanas y terrestres por ficciones divinas.
Permanecen sordos a esa voz. Su naturaleza de inspirados, de profetas, de doctrinarios y de sacerdotes, y su espíritu impulsado por las sutiles mentiras de la metafísica, habituado a los crepúsculos de las fantasías ideales, se rebelan contra las conclusiones francas y contra la plena luz de la verdad simple. Les tienen tal horror que prefieren soportar la contradicción que crean ellos mismos por esa ficción absurda del alma inmortal, a tener que buscar la solución en un absurdo nuevo, en la ficción de dios. Desde el punto de vista de la teoría, dios no es realmente otra cosa que el último refugio y la expresión suprema de todos los absurdos y contradicciones del idealismo. En la teología, que representa la metafísica infantil e ingenua, aparece como la base y la causa primera del absurdo, pero en la metafísica propiamente dicha, es decir en la teología sutilizada y racionalizada, constituye al contrario la última instancia y el supremo recurso, en el sentido que todas las contradicciones que parecen insolubles en el mundo real, son explicadas en dios y por dios, es decir por el absurdo envuelto todo lo posible en una apariencia de racional.
La existencia de un dios personal, la inmortalidad del alma, son dos ficciones inseparables, son los dos polos del mismo absurdo absoluto, el uno provoca el otro y el uno busca vanamente su explicación, su razón de ser en el otro. Así, para la contradicción evidente que hay entre la infinitud supuesta de cada hombre y el hecho real de la existencia de muchos hombres, por consiguiente una cantidad de seres infinitos que se encuentra, fuera uno del otro, limitándose necesariamente; entre su inmortalidad y su mortalidad; entre su dependencia natural y su independencia absoluta recíprocas, los idealista no tienen nada más que una sola respuesta: dios; y si esa respuesta no os explica nada, y no os satisface, tanto peor para vosotros. No pueden daros otra.
La ficción de la inmortalidad del alma y la de la moral individual, que es su consecuencia necesaria, son la negación de toda moral. Y bajo este aspecto, es preciso hacer justicia a los teólogos que, mucho más consecuentes, más lógicos que los metafísicos, niegan atrevidamente lo que hoy se ha convenido en llamar la moral independiente; declarando con mucha razón, desde el momento que se admite la inmortalidad del alma y la existencia de dios, que es preciso reconocer también que no puede haber más que una sola moral, la ley divina, revelada, la moral religiosa, es decir la relación del alma inmortal con dios por la gracia de dios. Fuera de esa relación irracional, milagrosa y mística, la única santa y la única salvadora, y fuera de las consecuencias que se derivan de ella para el hombre, todas las otras relaciones son malas. La moral divina es la negación absoluta de la moral humana.
La moral divina ha encontrado su perfecta expresión en esta máxima cristiana: "Amarás a dios más que a ti mismo y amarás a tu prójimo tanto como a ti mismo", lo que implica el sacrificio de sí mismo y del prójimo a dios. Pasar por el sacrificio de sí mismo, puede ser calificado de locura; pero el sacrificio del prójimo es, desde el punto de vista humano, absolutamente inmoral. ¿Y por qué estoy forzado a un sacrificio inhumano? Por la salvación de mi alma. Esa es la última palabra del cristianismo. Por consiguiente, para complacer a dios y para salvar mi alma debo sacrificar a mi prójimo. Este es el egoísmo absoluto. Este egoísmo no disminuido, ni destruido, sino sólo enmascarado en el catolicismo, por la colectividad forzada y por la unidad autoritaria, jerárquica y despótica de la iglesia, aparece en toda su franqueza cínica en el protestantismo, que es una especie de "¡sálvese quien pueda!" religioso.
Los metafísicos a su vez se esfuerzan por amenguar ese egoísmo, que es el principio inherente y fundamental de todas las doctrinas ideales, hablando muy poco, lo menos posible, de las relaciones del hombre con dios y mucho de las relaciones mutuas de los hombres. Lo que no es de ningún modo hermoso, ni franco, ni lógico de su parte; porque, desde el momento que se admite la existencia de dios, se está forzado a reconocer las relaciones del hombre con dios; y se debe reconocer que en presencia de esas relaciones con el ser absoluto y supremo, todas las otras relaciones son necesariamente simuladas. O bien dios no es dios, o bien su presencia lo absorbe, lo destruye todo. Pero pasemos adelante...
Los metafísicos buscan, pues, la moral en las relaciones de los hombres entre sí, y al mismo tiempo, pretenden que es un hecho absolutamente individual, una ley divina escrita en el corazón de cada hombre, independientemente de sus relaciones con los otros individuos humanos. Tal es la contradicción inextricable sobre la que está fundada la teoría moral de los idealistas. Desde el momento que llevo, anteriormente a todas mis relaciones con la sociedad y por consiguiente independientemente de toda influencia de esa sociedad sobre mi propia persona, una ley escrita primitivamente por dios mismo en mi corazón, esa ley es necesariamente extraña e indiferente, si no hostil a mi existencia en la sociedad; no puede concernir a mis relaciones con los hombres, y no puede regular más que mis relaciones con dios, como lo afirma muy lógicamente la teología. En cuanto a los hombres, desde el punto de vista de esa ley, me son perfectamente extraños. Habiéndose formado la ley moral e inscripto en mi corazón al margen de todas mis relaciones con los hombres, no puede tener nada que ver con ellos.
Pero, se dirá, esa ley os manda precisamente amar a los hombres, tanto como a vosotros mismos, porque son vuestros semejantes, y no hacerles nada que no querráis vosotros que se os haga, observar frente a ellos la igualdad, la ecuación moral, la justicia. A esto respondo que si es verdad que la ley moral contiene ese mandamiento, debo concluir que no ha sido formada y que no ha sido escrita aisladamente en mi corazón; supone necesariamente la existencia anterior de mis relaciones con otros hombres, mis semejantes; por consiguiente la ley no crea esas relaciones, sino que, hallándolas establecidas, las regula solamente, y en cierto modo en su manifestación desarrollada, su explicación y su producto. De donde resulta que la ley moral no es un hecho individual, sino social, una creación de la sociedad. Si fuera de otro modo, la ley moral inscripta en mi corazón sería absurda, regularía mis relaciones con seres con quienes no tendría relación alguna y de quienes ignoraría la existencia.
Para eso los metafísicos tienen una respuesta. Dicen que cada individuo humano la trae al nacer, inscripta por la mano de dios en su corazón, pero que no se encuentra al principio en él más que en el estado latente, sólo en el estado de potencia, no realizada, ni manifestada por el individuo mismo, que no puede realizarla y que no puede descifrarla en sí más que desenvolviéndose en la sociedad de sus semejantes; que el hombre, en una palabra, no llega a la conciencia de esa ley, que le es inherente, más que por sus relaciones con los otros hombres.
Por esta explicación, si no racional, al menos muy plausible, henos aquí llevados a la doctrina de las ideas, de los sentimientos y de los principios innatos. Se conoce esa doctrina; el alma humana, inmortal e infinita en su esencia, pero corporalmente determinada, limitada, entorpecida y por decirlo así cegada y aniquilada en su existencia real, contiene todos esos principios eternos y divinos, pero sin darse cuenta, sin saber absolutamente nada. Inmortal, debe ser necesariamente eterna en el pasado tanto como en el provenir. Porque si hubiese tenido un comienzo, tendría inevitablemente un fin; no sería inmortal. ¿Qué ha sido, que ha hecho durante toda esa eternidad que deja tras sí? Solo dios lo sabe; en cuanto a ella misma no se recuerda, lo ignora. Es un gran misterio, lleno de contradicciones palpables, para resolver las cuales es preciso apelar a la contradicción suprema, a dios. Lo cierto es que conserva sin saberlo, en no se sabe qué lugar misterioso de su ser, todos los principios divinos. Pero perdida en su cuerpo terrestre, embrutecida por las condiciones groseramente materiales de su nacimiento y de su existencia sobre la tierra, no tiene la capacidad de concebirlas, ni el poder de volverlas a recordar. Es como si no las tuviese. Pero he aquí que, en la sociedad, una multitud de almas humanas, todas igualmente inmortales por su esencia, y todas igualmente embrutecidas, envilecidas y materializadas en su existencia real, se encuentran de nuevo. Al principio se reconocen tan poco que un alma materializada come a la otra. La antropofagia, se sabe, fue la primera práctica del género humano. Luego, haciéndose siempre una guerra encarnizada, cada cual se esfuerza por someter a los demás; es el largo período de la esclavitud, período que está muy lejos de haber llegado a su término. Ni en la antropofagia ni en la esclavitud se encuentra, sin duda, rasgo alguno de principios divinos. Pero en esa lucha incesante de los pueblos y de los hombres entre sí, que constituye la historia, y después de los sufrimientos sin número que son su resultado más claro, las almas se despiertan poco a poco, salen de su entorpecimiento, de su embrutecimiento, vuelven a sí mismas, se reconocen y profundizan cada vez más en su ser íntimo, provocadas y suscitadas mutuamente; por lo demás comienzan a recordarse, a presentir primero, a entrever después y a percibir claramente los principios que dios ha trazado con su propia mano desde la eternidad.
Este despertar y este recuerdo no se efectúan primero en las almas más infinitas y más inmortales, lo que sería absurdo; pues el infinito no admite ni más ni menos, lo que hace que el alma del más grande idiota sea tan infinita e inmortal como la del mayor genio; se efectúan en las almas menos groseramente materializadas, y por consecuencia más capaces de despertarse y de recordarse. Esto es, en hombres de genio, en los inspirados de dios, en los reveladores, en los profetas. Una vez que estos grandes y santos hombres, iluminados y provocados por el espíritu, sin ayuda del cual nada grande ni bueno se hace en este mundo, una vez que han vuelto a encontrar en sí mismos una de esas divinas verdades que todo hombre lleva inconscientemente en su alma, se hace naturalmente mucho más fácil a los hombres más groseramente materializados la realización de ese mismo descubrimiento en sí mismos. Y es así como toda gran verdad, todos los principios eternos manifestados primero en la historia como revelaciones divinas, se reducen más tarde a verdades divinas, sin duda, pero que cada uno, no obstante, puede y debe encontrar en sí y reconocer como la base de su propia esencia infinita, o de su alma inmortal. Esto explica cómo una verdad al principio revelada por un solo hombre, al difundirse poco a poco en el exterior, hace sus discípulos, primero poco numerosos y ordinariamente perseguidos tanto por los amos como por las masas y por los representantes oficiales de la sociedad; pero al difundirse más y más, a causa misma de sus persecuciones, acaba por invadir tarde o temprano la conciencia colectiva y después de haber sido largo tiempo una verdad exclusivamente individual, se trasforma al fin en una verdad socialmente aceptada: realizada bien o mal, en las instituciones públicas y privadas de la sociedad, se convierte en ley.
Tal es la teoría general de los moralistas de la escuela metafísica. A primera vista, he dicho, es muy plausible y parece reconciliar las cosas más dispares: la revelación divina y la razón humana, la inmortalidad y la independencia absolutas de los individuos, con su mortalidad y su dependencia absolutas, el individualismo y el socialismo. Pero al examinar esta teoría y sus consecuencias desde más cerca, nos será fácil reconocer que no es más que una reconciliación aparente que cubre bajo una falsa máscara de racionalismo y de socialismo, el antiguo triunfo del absurdo divino sobre la razón humana y del egoísmo individual sobre la solidaridad social. En última instancia, culmina en la separación y en el aislamiento absoluto de los individuos, y por consiguiente en la negación de toda moral.
A pesar de sus pretensiones de racionalismo puro, comienza por la negación de toda razón, por el absurdo, por la ficción del infinito perdido en lo finito, o por la suposición de un alma, de una cantidad de almas inmortales alojadas y aprisionadas en cuerpos mortales. Para corregir y explicar ese absurdo se vio obligada a recurrir a otro, el absurdo por excelencia, a dios, especie de alma inmortal, personal, inmutable, alojada y aprisionada en un universo pasajero y mortal y que sin embargo conserva su omniscencia y omnipotencia. Cuando se le plantean cuestiones indiscretas, que es naturalmente incapaz de resolver, porque el absurdo no se resuelve ni se explica, responde con esa terrible palabra, dios, lo absoluto misterioso, que, al no significar absolutamente nada o al significar lo imposible, según ella, lo resuelve, lo explica todo. Esto es cosa suya y su derecho; es por eso que, heredera e hija más o menos obediente de la teología, se llama metafísica.
Lo que tenemos que considerar aquí son las consecuencias morales de su teoría. Comprobemos primero que su moral, a pesar de su apariencia socialista, es una moral profundamente, exclusivamente individual, después de lo cual no nos será difícil probar que, teniendo ese carácter dominante, es en efecto la negación de toda moral.
En esta teoría, el alma inmortal e individual de cada hombre, infinita o absolutamente completa por su esencia, y como tal no teniendo absolutamente necesidad de ningún ser, ni de relaciones con otros seres para completarse, se encuentra aprisionada y como aniquilada de antemano en un cuerpo mortal. En ese estado de decadencia, cuyas razones sin duda nos quedarán eternamente desconocidas, porque el espíritu humano es incapaz de explicarlas y porque la explicación se encuentra sólo en el misterio absoluto, en dios; reducida a ese estado de materialidad y de dependencia absoluta frente al mundo exterior, el alma humana tiene necesidad de la sociedad para despertar, para volver en sí, para conocerse y conocer los principios divinos depositados por dios mismo desde la eternidad en su seno y que constituyen su propia esencia. Tales son el carácter y la parte socialista de esta teoría. Pues las relaciones de hombre a hombre y de cada individuo humano con todos los demás, la vida social en una palabra, no aparecen más que como un medio necesario de desenvolvimiento, como un punto de tránsito, no como el fin; el fin absoluto y último para cada individuo es él mismo, al margen de todos los demás individuos humanos; es él mismo en presencia de la individualidad absoluta, ante dios. Ha tenido necesidad de los hombres para salir de su aniquilamiento terrestre, para encontrarse de nuevo, para volver a percibir su esencia inmortal, pero, una vez encontrada, no naciendo en lo sucesivo su vida más que de ella misma, le vuelve la espalda y queda sumergida en la contemplación del absurdo místico, en la adoración de su dios.
Si conserva entonces aún algunas relaciones con los hombres, no es por necesidad moral, ni, en consecuencia, por amor hacia ellos, porque no se ama más que lo que se necesita y a quien tiene necesidad de vosotros; y el hombre que ha encontrado su esencia infinita e inmortal, completo en sí, no tiene necesidad más que de dios, que, por un misterio que sólo comprenden los metafísicos, parece poseer una infinitud más infinita y una inmortalidad más inmortal que la de los hombres; sostenido en lo sucesivo por la omnisapiencia y la omnipotencia divinas, el individuo, recogido y libre en sí, no puede tener necesidad de otros hombres. Por consiguiente, si continúa guardando algunas relaciones con ellos, no puede ser más que por dos razones.
Primero, porque en tanto que permanezca rebozado en su cuerpo mortal, tiene necesidad de comer, de abrigarse, de cubrirse, de defenderse tanto de la naturaleza exterior como de los ataques de los hombres mismos, y cuando es un hombre civilizado, tiene necesidad de una cantidad de cosas materiales que constituyen la comodidad, el confort, el lujo, y de las cuales algunas, desconocidas por nuestros padres, son consideradas hoy por todo el mundo como objetos de primera necesidad. Habría podido muy bien seguir el ejemplo de los santos de los siglos pasados, aislándose en alguna caverna y alimentándose de raíces. Pero parece que eso no está ya en los gustos de los santos modernos, que piensan, sin duda, que la comodidad material es necesaria para la salvación del alma. Por consiguiente, tienen necesidad de todas estas cosas; pero estas cosas no pueden ser producidas más que por el trabajo colectivo de los hombres: el trabajo aislado de un solo hombre sería incapaz de producir la millonésima parte de ello. De donde resulta que el individuo, en posesión de su alma inmortal y de su libertad interior independiente de la sociedad, el santo moderno, tiene materialmente necesidad de esta sociedad, sin necesitarla de ningún modo, desde el punto de vista moral.
¿Pero cuál es el nombre que se debe dar a relaciones que, no siendo motivadas más que por las necesidades exclusivamente materiales, no se encuentran al mismo tiempo sancionadas, apoyadas por una necesidad moral cualquiera? Evidentemente, no puede haber más que uno solo, es el de explotación. Y en efecto, en la moral metafísica y en la sociedad burguesa que tiene, como se sabe, esa moral por base, cada individuo se convierte necesariamente en el explotador de la sociedad, es decir, de todos, y el Estado, bajo sus formas diferentes, desde el Estado teocrático y la monarquía más absoluta hasta la república más democrática basada en el sufragio universal más amplio, no es otra cosa que el regulador y la garantía de esa explotación mutua.
En la sociedad burguesa, fundada en la moral metafísica, cada individuo, por la necesidad o por la lógica misma de su posición, aparece como un explotador de los demás, porque tiene necesidad de todos materialmente y no tiene necesidad de nadie moralmente. Por tanto, cada uno, huyendo de la solidaridad social como de un estorbo a la plena libertad de su alma, pero buscándola como un medio necesario para el mantenimiento de su cuerpo, no la considera más que desde el punto de vista de su utilidad material, personal, y no le aporta, no le da más que lo que es absolutamente necesario para tener, no el derecho, sino el poder de asegurarse esa utilidad para sí mismo. Cada cual la considera, en una palabra, como lo haría un explotador. Pero aun cuando todos son igualmente explotadores, es preciso que haya en ella felices y desdichados, porque toda explotación supone explotados.
Hay pues, explotadores, que lo son al mismo tiempo en potencia y en realidad; y otros, el gran número, el pueblo, que no lo son solamente más que en potencia, en el querer, pero no en la realidad. Realmente son los eternos explotados. En economía social, he ahí a que llega la moral metafísica o burguesa: a una guerra sin tregua ni cuartel entre todos los individuos, a una guerra encarnizada en que perece el mayor número para asegurar el triunfo y la prosperidad de una minoría.
La segunda razón que puede inducir a un individuo, llegado a la plena posesión de sí mismo, a conservar relaciones con los otros hombres, es el deseo de agradar a dios y el deber de cumplir su segundo mandamiento; el primero es amar a dios más que a sí mismo, y el segundo amar a los hombres, al prójimo, como a sí mismo y hacerles, por amor a dios, todo el bien que desee uno que le hagan.
Notad estas palabras: "por amor a dios"; expresan perfectamente el carácter del único amor humano posible en la moral metafísica, que consiste precisamente en no amar a los hombres por sí, por propia necesidad, sino sólo para complacer al amo soberano. Por lo demás, debe ser así; porque desde el momento que la metafísica admite la existencia de un dios y las relaciones del hombre con dios, debe, como la teología, subordinarle todas las relaciones humanas. La idea de dios destruye todo lo que no es dios, reemplazando todas las realidades humanas y terrestres por ficciones divinas.
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