martes, 20 de febrero de 2007

Más de J.G. Ballard ( "Dejar que hable el pasado" 4ta parte y final)


Ya me había aburrido del Bund y los enormes bancos, cuando me decidía a buscar la pieza más elusiva del pasado, el campo de Lunghua, donde los japoneses habían recluido durante la guerra a unos 2.000 civiles británicos. Mi padre, mi madre, mi hermana y yo estuvimos encarcelados allí por casi tres años, y vivimos juntos en una pequeña habitación.
Los siguientes dos días, mientras se acababa el tiempo, nos abocamos a una búsqueda infructuosa. El paisaje incesante de arrozales que recordaba entre Shanghai y Lunghua, trece kilómetros hacia el sur, había sido absorbido por el área metropolitana de Shanghai: interminables plantas industriales y centros de investigación, gigantescas fábricas de cemento y barriadas de edificios de apartamentos. Ya empezaba a perder la esperanza de encontrar el campo, cuando por fin un viejo policía en un puesto caminero confirmó que existía en el distrito de Lunghua una escuela secundaria que antiguamente había alojado a prisioneros europeos, pero no recordaba en qué guerra. Diez minutos después, de milagro, entraba por la puerta principal de lo que alguna vez había sido el Centro de Reuniones de los Civiles de Lunghua y miré el pabellón F, el edificio central de la administración donde el comandante japonés, el señor Hyashi, tenía su cuartel general (ahora, como correspondía, su oficina era el escritorio del director de la escuela).
Cuarenta y cinco años habían convertido el campo en un colegio de agradables jardines, llenos de árboles y flores. Los conserjes miraron con asombro cómo un inglés sesentón corría entre los árboles hacia un pequeño edificio de dos pisos: el pabellón G, en una de cuyas cuarenta habitaciones, cada una destinada a una familia británica, vivimos mis padres, mi hermana y yo. Irrumpí en el silencioso vestíbulo de entrada, dónde nos servían la ración diaria de arroz y batatas, y por los pasillos oscuros en que nos cuadrábamos dos veces al día para pasar lista. Los escolares se hallaban de vacaciones y las aulas estaban cerradas, pero había una habitación abierta que servía de armario para guardar cosas, repleto de cajas de cartón y basura de todo tipo. Era la habitación de los Ballard, y conocí cada grieta del techo, cada pedazo del yeso mellado y cada marco de ventana como la palma de mi mano.
Estaba entre los restos de mis recuerdos cuando James y el equipo de filmación me dieron alcance. "Te han estado esperando, Jim -dijo el camarógrafo australiano-. Hasta te dejaron la puerta sin llave."
Volví a pensar en ello tres días después, mientras íbamos al aeropuerto. En el campo entré en la adolescencia y desarrollé los rudimentos de un cerebro adulto, y vi cómo la generación de mis padres soportaba años de tensión y enfermedad. Seguí una guerra mundial junto al cuadrilátero, a veces en el ring y entre los pies de los combatientes. Regresar al campo había sido, sin que yo lo supiera, el principal motivo para volver a Shanghai, y la visita a Lunghua había vuelto a abrir la puerta que creí cerrada durante cuarenta y cinco años. Me puse en contacto con el yo más joven, que había perdido, y confirmé que mis recuerdos de Shanghai eran claros y precisos.

Cuando el avión levantó vuelo me sentía eufórico, me brillaba el ánimo como los Rolex dorados en las muñecas de los nuevos empresarios chinos que abarrotaban el vuelo a Hong Kong. Después de todo, era posible volver a casa, y en alguna parte estaría esperando una puerta abierta y sin llave.

Daily Telegraph
1991

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