Más de J.G. Ballard ( "Dejar que hable el pasado" 4ta parte y final)
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Ya me había aburrido del Bund y los enormes bancos, cuando me decidía a buscar la pieza más elusiva del pasado, el campo de Lunghua, donde los japoneses habían recluido durante la guerra a unos 2.000 civiles británicos. Mi padre, mi madre, mi hermana y yo estuvimos encarcelados allí por casi tres años, y vivimos juntos en una pequeña habitación.
Los siguientes dos días, mientras se acababa el tiempo, nos abocamos a una búsqueda infructuosa. El paisaje incesante de arrozales que recordaba entre Shanghai y Lunghua, trece kilómetros hacia el sur, había sido absorbido por el área metropolitana de Shanghai: interminables plantas industriales y centros de investigación, gigantescas fábricas de cemento y barriadas de edificios de
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Cuarenta y cinco años habían convertido el campo en un colegio de agradables jardines, llenos de árboles y flores. Los conserjes miraron con asombro cómo un inglés sesentón corría entre los árboles hacia un pequeño edificio de dos pisos: el pabellón G, en una de cuyas cuarenta habitaciones, cada una destinada a una familia británica, vivimos mis padres, mi hermana y yo. Irrumpí en el silencioso vestíbulo de entrada, dónde nos servían la ración diaria de arroz y batatas, y por los pasillos oscuros en que nos cuadrábamos dos veces al día para pasar lista. Los escolares se hallaban de vacaciones y las aulas estaban cerradas, pero había una habitación abierta que servía de armario para guardar cosas, repleto de cajas de cartón y basura de todo tipo. Era la habitación de los Ballard, y conocí cada grieta del techo, cada pedazo del yeso mellado y cada marco de ventana como la palma de mi mano.
Estaba entre los restos de mis recuerdos cuando James y el equipo de filmación me dieron alcance. "Te han estado esperando, Jim -dijo el camarógrafo australiano-. Hasta te dejaron la puerta sin llave."
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Volví a pensar en ello tres días después, mientras íbamos al aeropuerto. En el campo entré en la adolescencia y desarrollé los rudimentos de un cerebro adulto, y vi cómo la generación de mis padres soportaba años de tensión y enfermedad. Seguí una guerra mundial junto al cuadrilátero, a veces en el ring y entre los pies de los combatientes. Regresar al campo había sido, sin que yo lo supiera, el principal motivo para volver a Shanghai, y la visita a Lunghua había vuelto a abrir la puerta que creí cerrada durante cuarenta y cinco años. Me puse en contacto con el yo más joven, que había perdido, y confirmé que mis recuerdos de Shanghai eran claros y precisos.
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Cuando el avión levantó vuelo me sentía eufórico, me brillaba el ánimo como los Rolex dorados en las muñecas de los nuevos empresarios chinos que abarrotaban el vuelo a Hong Kong. Después de todo, era posible volver a casa, y en alguna parte estaría esperando una puerta abierta y sin llave.
Daily Telegraph
1991
Etiquetas: Libros
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