lunes, 12 de febrero de 2007

Más de J.G. Ballard

Lo único que no me gusta de Ballard es que en su insistencia por la fusión de los horizontes de experiencia humana con los horizontes tecnológicos de nuestra era, deje afuera a la sociedad y a lo colectivo en pos de un individualismo borgiano y liberal (aunque con sangre y sexo, cosa de la que Borges carece)

Por lo demás, es el escritor que junto con William S. Burroughs, tal vez más hayan cabalgado la destrucción de todo un mundo cultural, el del siglo XX. Los trazos más bellos y más funestos de la experiencia de esos tiempos se encuentran en su literatura y en sus reflexiones. Luego de ellos y con la guerra del golfo se inaugura un período de transición, que a decir de por ejemplo Chomsky, culmina en un punto de inflexión en el 11-S.

A partir de aquí, otra cosa.

De las semillas que tipos como éstos enterraron entre la chatarra y los cadáveres aún humeantes del siglo pasado brotan hoy arboles mutantes y biomecánicos de frutos de pulpa plástica, aún no del todo maduros y de sabor no del todo definido. O tal vez la indefinición sea el rasgo característico del sabor de la era que parimos.

No es que Ballard no nos entregue aún hoy escritos que ponen la vida desnuda frente al espejo, es que éste espejo, es el espejo retrovisor de un Buick negro y lustroso.


Aún así, siento cierta nostalgia, y tal vez yo no sea más que un producto del S.XX arrojado por las aguas a las costas del XXI.
Toda la formación intelectual, política, social y moral de tipos que rondamos los 30, es la del S.XX. Nuestras lecturas y nuestro arte arrancan en el siglo XVIII y terminan en los recientes años 70. A muchos de nosotros nos formó el racionalismo sin asperezas de un Holmes mezclado con la negación y los sueños de locuras de los grandes poetas malditos. El pan de Viglietti y el vino de Bukowsky.



Todos nosotros hemos visto "El imperio del sol"
(Empire of the Sun)
y quien no pertenezca emocionalmente al SXX puede sentir que dicho film nos cuenta algo ajeno.

Dejar que hable el pasado

El novelista norteamericano Thomas Wolfe ha escrito que nunca se puede volver a casa, queriendo decir con ello que todo cambia, el pasado y los recuerdos que de él se tienen. Desde que llegué a Inglaterra en los grises y austeros días que siguieron a la guerra, mantuve vivos los preciosos recuerdos de Shanghai. Abarrotada, cruel pero siempre estimulante, Shanghai se había convertido en mi imaginación en un híbrido entre la antigua Babilonia y Las Vegas. Pero ¿Y si mis recuerdos eran falsos? El gran temor que tenía era que, lejos de despertar nuevos recuerdos, volver de visita podría borrar los viejos, que me habían sostenido durante tantos años.
Una hora antes de la medianoche, tras volar a través de la oscuridad desde Hong Kong, nos aproximamos al borde occidental de una inmensa metrópoli de luces y aterrizamos en el aeropuerto internacional de Shanghai, en el sitio donde antes estaba el aeródromo de Hungjao y de niño jugaba en las cabinas de los aviones japoneses que se oxidaban. Un mar de aire sobrecalentado cubría la pista y traía los aromas olvidados del campo del Yangtsé. Los funcionarios chinos de migraciones fueron amables: me pidieron que declarara que no sufría de SIDA ni de psicosis (¿excepto quizá de exceso de memoria?) y que no importaba "material salaz" (¿Qué querían decir con ello?, ¿la última Jullie Burchill o, posiblemente, una biografía de Donald Trump?).

Continuará...

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1 Comentarios:

Blogger Nora Fiñuken dijo...

no leí nada de ballard, voy a ver si encuentro algo por ahí, no conocía tu blog, estuve por la maquina de huessos y de ahí-acá, bueno, pasate por mi blog si queres

13 de febrero de 2007, 2:04  

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